viernes, 23 de septiembre de 2011

La sastrería

Mi marido dice que estoy loca y no me cree que en esta casa tan antigua que compramos hay un hombre que se pasea por el jardín interior. ¡Cuántas veces lo he visto salir de lo que era el granero y con toda calma caminar mirando el suelo! Al principio me asustaba y por eso recurría a mi esposo toda alarmada pero cuando él salía corriendo para ver quién era nunca veía nada.
–¡Estás como loca mujer! Aquí no hay nadie– eso era todo lo que me decía hasta que finalmente, y luego de cuatro o cinco veces, ya no miró más a ver quien andaba ni yo volví a avisarle.
De verdad no sé qué me pasa pero no estoy mintiendo cuando digo que alguien camina por las noches en el jardín. Yo lo veo y no es una sombra, ni siquiera puedo decir que es un fantasma, es un hombre de carne y hueso (o al menos así parece) que se pierde en lo oscuro. Yo sé que soy medio rara y que muchas veces veo o presiento cosas que mi esposo ni cuenta se da.
Y esto me sucede desde niña, como que poseo un don… bueno, en realidad muchas veces pienso que es una maldición lo que tengo, porque me trae disgustos y aflicciones más que beneficios. No puedo olvidar mis vacaciones en San Pedro, en la casa de mi abuelita Cristina que me encantaba ir pero a veces sentía cosas raras que ya no me encantaban.
Aquella casa muy vieja con rejas negras y el piso de la entrada muy gastado de tanto usarlo los González-Santana y los González-Rojas de mi familia, era una gran ele que al entrar quedaba a la izquierda un patio abierto muy hermoso, con limoneros, guayabos, unos viejos plátanos que sus hojas siempre eran recortadas para envolver los tamales oaxaqueños que hacía mi abuelita. También había muchas matas de café muy cuidadas por mi abuelo que según él unas eran para cosechar granos de aroma y otras para cosechar granos de sabor y que al mezclarlos daba como resultado aquel café de olla que hoy tanto extraño.
Temprano, mi abuelo andaba con unas cajas de madera como cuartillos con los granos secos y blancos de café y los ponía en el comal de barro donde con una cuchara de madera les daba vueltas y vueltas. La casa se llenaba de olor a granos de café tostado y no podía haber un amanecer más sabroso.
El lado largo de la ele lo ocupaban cuatro cuartos en fila con puertas de madera y vidrio con cortinas blancas bordadas por mi abuelita. Todas las puertas daban al patio. En el lado corto estaba el comedor con una cocina que casi no se usaba, muy limpia y ordenada. El siguiente espacio era la cocina de humo donde en realidad se guisaba. Después estaba el baño con piso de piedra y terminaba en una especie de granero lleno de tiliches y cosas viejas de las que mi abuelo no quería deshacerse. Toda la ele estaba protegida de la lluvia y el sol por un amplio techo de madera con tejas de casi tres metros de ancho que también protegía un titipuchal de plantas en maceta.
Me acuerdo que cuando me acostaba mi abuelita me decía que no leyera mucho porque ya era tarde y “mañana tu abuelo te despierta temprano con esa escandalera que trae…”  Como a las doce de la noche dejaba de leer porque me ganaba el sueño y apagaba una vieja lámpara de bronce. Ese era el momento en que oía llorar un bebé claramente y en la casa no había ningún niño excepto yo que ya tenía como doce años.
El llanto venía del baño y yo abría la puerta de mi cuarto con mucho cuidado para no hacer ruido y ver qué pasaba, pero no se veía nada, ni siquiera una luz. Así se lo comenté a mi madre que no me hizo caso pero mi abuelita me oyó y se puso muy nerviosa y luego de insistirle por qué se ponía así se puso a llorar y me llevó a su recámara y me dijo que me lo contaría siempre y cuando yo le prometiera no comentarlo con nadie. En medio de llantos muy angustiosos me contó que ella había tenido otro bebé pero que un día al bañarlo se le cayó de los brazos y se golpeó muy fuerte su cabecita a tal punto que falleció.
–Tú, hijita, eres la única que oye a mi bebé que aún hoy sigue llorando.
            Así fue mi niñez, llena de sensaciones y sucesos raros, y ahora de adulta me siguen pasando cosas así que me dan miedo y cuando se lo he comentado a mi esposo él siempre se ha reído o me dice que deje de pensar en esas cosas.
            Fue el viernes por la mañana que íbamos en el auto hacia el centro de Toluca por la calle Nicolás Bravo y al detenerse el tráfico le señalé a mi marido una sastrería muy bonita y antigua a nuestra derecha. Con un ojo la contempló y acordó conmigo que ya no se ven de esas sastrerías. Los dos nos asombramos del mostrador y del maniquí de madera con su hermoso pie torneado.
–El sastre en la máquina de coser hace juego con los muebles porque se ve tan viejo como la Singer de pedal– dijo mi esposo mientras yo observaba los lentes pequeños del señor que le servían para ver por arriba de ellos hacia la calle.
–Te voy a regalar una boina como la que usa ese sastre– le comenté entusiasmada.
–Estás loca, mujer. Yo no usaría una gorra como ésa.
            El tránsito se puso en movimiento nuevamente y perdimos de vista a la antigua sastrería, pero yo me quedé pensando en traer el abrigo que me dio mi mamá para que me lo achicara y pudiera usarlo este invierno. Al comentárselo a mi marido él se adelantó a decirme que mañana sábado me traería en el carro a dejar el saco.
            Me levanté ese sábado con una sensación muy rara de inquietud y desasosiego. Me sentía ansiosa y no sabía por qué. Fui por mi saco, más bien el de mi mamá, que según ella era de muy buena tela y que a mí me gustaba por lo abrigado. Al descolgarlo del clóset sentí en mis manos la calidad de la tela y como en noviembre ya se empieza a sentir unos buenos fríos, me di cuenta de lo útil que me iba a ser. Mi marido terminaba de tomar su desayuno y ya era tanta mi inquietud que me preguntó:
–Oye mujer, ¿qué te pasa que no desayunaste nada y ni siquiera te has sentado en la mesa?
–De veras no sé qué me pasa pero no me siento bien. Bueno, no es que me sienta enferma pero tengo un desasosiego que no me deja ni pensar. Y sabes qué... estoy segura que hoy algo va a pasar.
–¡Ay mujer! ¡No empieces con tus cosas! Siempre andas...
–¡Ya, ya, mi amor! No me digas nada y olvídate de lo que te dije, por favor.
–Bueno, de acuerdo... pero vámonos de una vez a llevar ese saco a la sastrería.
            Sentada en el auto tenía la sensación de que iba hacia una nueva experiencia desagradable y apretaba el abrigo de mi mamá contra mi cuerpo como si me protegiera de algo malo. Por fin llegamos al centro y dejamos el carro en un estacionamiento a dos calles de la sastrería. Caminamos lentamente por la calle Nicolás Bravo. Yo le tomaba el brazo a mi marido y me cuidaba de no apretarlo para que él no me dijera nada de mis miedos e inseguridades. Me daba cuenta que él disfrutaba el clima de esa mañana fresca pero con un limpio sol que ya empezaba a entibiar. Caminaba de buen humor y me señalaba ropa de unas tiendas comentándome de calidades y precios. Yo a todo le decía que sí porque no me podía concentrar en su plática y nunca supe realmente de qué me hablaba.
            Rápidamente llegamos al final de la calle y no nos dimos cuenta que nos habíamos pasado de la sastrería. 
–¿Estamos tontos o qué? –me dijo mi marido.  –¿No era en esta cuadra?
–Si, pero ya nos pasamos... ¿no?
            Regresamos lentamente mirando con mucha atención los comercios instalados y no encontramos ninguna sastrería.
–¿Sabes qué? Seguramente está cerrada y por eso no nos damos cuenta donde es. Aunque yo creo que era por donde está esa farmacia. Mira, vamos allí y preguntamos dónde está.
            No quise contradecir a mi esposo pero la inquietud que sentía en mi interior me decía que algo raro pasaba. Entramos a la farmacia y muy decidido mi marido pregunta por una sastrería que estaba por allí. La dependiente, una muchacha joven y muy preocupada por su cabello que no dejaba de acomodárselo, le contestó que no tenía la menor idea. Sin embargo apareció el farmacéutico quien con mucha amabilidad me preguntó en qué podía servirme.
–Mire señor, buscamos una sastrería que está por aquí en esta cuadra.
–Nooo... señorita, no. Por aquí no hay ninguna sastrería.
–Cómo no, señor. Ayer pasamos por aquí y vimos una sastrería muy antigua. Juraría que en este lugar.
–¿Cuándo dijo que la vio, señorita? –Yo notaba que el farmacéutico arqueaba cada vez más las cejas.
–Ayer, señor. Ayer pasamos con mi esposo y la vimos abierta y estaba por aquí.
            El farmacéutico seguramente pensaba que yo estaba loca pero al ver asentir a mi marido mis afirmaciones con tanta seguridad tomó una extraña actitud de interés pero con cierto temor.
–Disculpen que les pregunte, pero ¿qué vieron exactamente ayer?
            Nos miramos desconcertados con mi marido y yo atiné a decirle qué importancia tenía lo que exactamente vimos. El señor ya visiblemente nervioso casi me rogó que le dijera lo que vimos porque le interesaba especialmente.
–Bueno, es que era una sastrería muy bonita con un enorme mostrador de madera tallada, un maniquí también de madera sin cabeza y con el pie torneado, y estaba un señor de lentes pequeños y boina azul cosiendo en una antigua máquina Singer de pedales.
–¿Qué edad tienen ustedes? –nos interrogó el farmacéutico con un hilito de voz y la frente perlada de sudor. Inmediatamente notó que nosotros ya lo mirábamos con desconfianza y que no estábamos dispuestos a seguir con el interrogatorio por lo que adelantó una mano como para detenernos. –Miren señores, parecerá de locos esta situación pero me doy cuenta que ustedes son muy jóvenes y no tendrán más de treinta años ¿no?
–Yo tengo veintiocho señor, pero ¿por qué se pone usted tan nervioso?– pregunté ya francamente interesada.
–Porque ustedes lo que vieron ayer era la sastrería que tuvo en este mismo lugar mi padre pero hace más de treinta años. En la casa aún guardo sus pequeños lentes y su boina azul…

Cédar Viglietti
Cocina de humo