sábado, 28 de mayo de 2011

EL CONJUNTO GUITARRÍSTICO LAVALLEJA

A mi amigo Fernando García, de Marindia, Uruguay.

En un artículo anterior había comentado sobre las tentaciones que algunos maestros tienen de crear un ensamble de muchas guitarras con sus alumnos, cuyos resultados son discutibles en cuanto a la calidad del sonido alcanzado y –aunque no lo parezca– a la perfecta sincronización y afinación de todos los instrumentos que no fueron concebidos para esta superposición. A veces pienso qué resultado tendrían un montón de pianos tocando a la vez y sinceramente uno se asusta de sólo especularlo.
Sin embargo mi padre reunió un montón de alumnos y con arreglos que le hacía el músico montevideano don Luis Alba se lanzó a la poco prometedora aventura de crear un ensamble de hasta 9 guitarras. Entre los primeros alumnos que se integraron me acuerdo de Francisco Grillo, Hugo Yarza, Ruben Silveira, Eduardo Vázquez, Juan Gavarret, Julio Ríos, Bélgica (Pelusa) y Artigas Inzaurralde, Angel Guillén, Dante Hernández, Nelly Gutiérrez, Daniel Viglietti, María E. (Chola) Ledesma, Julio Pereira y Hugo Grandi. En alguna oportunidad se integró también, con su pequeña y bonita guitarra estilo decimonónica, don Juan De Brun Carabajal, muy amigo de mi padre.

Una de las tantas formaciones del Conjunto Lavalleja: D. Viglietti, Ruben Silveira, mi padre, Juan Gavarret, Eduardo Vázquez y Julio Ríos.
En el que era mi cuarto, claro que después que terminaran los alumnos y los ensayos lo podía utilizar, se amontonaban sillas, banquitos para el pie, atriles y mucho, mucho humo de cigarros de mi padre y de los demás fumadores que lo seguían. Por esa época yo tenía 5 o 6 años y medio dormido por los efectos del humo y por lo tarde de los ensayos estaba obligado a oír aquellas interpretaciones hasta que llegaran a su fin y me pudiera acostar en “el cuarto del fondo”, como le decía mi padre.
En medio de los errores de lectura, las desatenciones con las alteraciones en clave, guitarras no muy bien afinadas y errores de solfeo (los más frecuentes), mi padre, con determinación y paciencia sentaba las bases de ciertos fundamentos musicales:   
–¡Muchachos, lo primero y más importante es empezar y terminar juntos! ¡Por favor, arranquen todos a la vez!
Cuando medio se corregía esta situación venían otros problemas:
–A ver, a ver… Julio, ¿qué estás tocando?
El viejo interrogaba a Julio Ríos, un alumno muy querido por toda nuestra familia por ser un excelente ser humano, siempre de buen humor y dueño de respuestas rápidas y muy graciosas, aunque no fuera bueno para el solfeo. Por cierto era de raza negra.
–Julio: estas notas no son todas iguales, por favor. Hay un montón de corcheas sí, pero algunas son negras. ¡Cuando veas una negra parate!
–Créame maestro que yo siempre hago eso, porque hay muy pocas negras en Minas…
Estallaban las risas y hasta la severidad de mi padre se venía abajo.

Luego de un montón de ensayos, sobre todo los viernes que terminaban muy tarde, empezaba a tomar forma el conjunto y la pieza. Claro que mi padre se tomaba para sí la primera guitarra que llevaba el canto, la más agradable. Seguramente un alumno avanzado podría hacer esa parte pero “…difícil que el chancho chifle…” el viejo no la soltaba y se justificaba –no sin cierta razón– con que tenía una muy buena pulsación que le daba autoridad y presencia, además de arrastrar con decisión a los demás.
Debo reconocer que el trabajo para ajustar hasta nueve guitarras era heroico. Primero revisar lo que tocaba cada integrante. Luego ir juntándolos de a poco para comprobar que tocaran bien y que se ajustaba a lo escrito en la partitura. Luego de muchas horas de trabajo empezaban a darse los resultados y cuando se hacía el ensayo general (con todos los integrantes) se integraban los matices hasta lograr una interpretación cercana a lo que se quería.
No le faltaron oportunidades para tocar al Conjunto Guitarrístico Lavalleja, que así se llamaba, y diversas escuelas, clubes de Minas y pueblos del Departamento de Lavalleja (Solís, Mariscala, Batlle y Ordóñez) fueron los primeros lugares para luego seguir con otros departamentos (Maldonado, Rocha, Treinta y Tres y Rivera).
De regreso del concierto en Rivera, apretados en dos coches, viajábamos por la noche sin el menor espacio para acomodar las piernas y las guitarras cuando se produce el siguiente diálogo:
–Pero ¿¡qué hacés Julio? Me estás rascando una pierna!
–Ah ¿es la tuya? Lo que pasa es que me pica la mía pero no la encuentro…
Así era el buen humor de Julio Ríos

No puedo obviar los detalles de organización y logística para mover a nueve personas con sus respectivas guitarras en estuches que ocupaban muchísimo lugar y con muy pocos autos disponibles como era habitual en el Uruguay de entonces. Todos debían ir con traje negro y corbata, situación bastante complicada para quienes tenían pocos recursos. Pero no faltaban ganas y eso resolvía todas las carencias.
La presentación más importante se dio –nada menos– que en la Sala Verdi de Montevideo a beneficio del Centro Guitarrístico del Uruguay. Fue todo un desafío que supuso muchísimas horas de ensayos para lograr un programa como el que se adjunta con este artículo. La calidad podría ser materia de discusión; pero el esfuerzo, la entrega, la pasión por difundir el instrumento bien tocado no podía ponerse en duda. Veteranos memoriosos y jóvenes con inquietudes que han investigado el pasado guitarrístico de nuestro país como el caso de mi amigo Fernando Garcíapueden dar fe de esta empresa musical titánica y auténticamente minuana.