domingo, 10 de abril de 2011

Un ombú, un tesoro y una venganza

Hace unos 10 años escribía para una revista de uruguayos en México con la intención de que los emigrantes y sus hijos mantuvieran vivos en sus recuerdos los paisajes, la flora y fauna del paisito que habían abandonado. Mis andanzas de juventud en Uruguay sirvieron de algo muchos años después. Este es un artículo escrito para aquella publicación que puede servir hoy a quienes no tuvieron oportunidad de conocer el campo y los ríos uruguayos.


Era tan grande que amanecía primero en su copa; el sol pintaba con tonos amarillos las ramas más altas cuando aún estaba oscuro a ras de tierra. Este ombú (palabra guaraní derivada de Umbí que significa “sombra”) era el árbol preferido de los benteveos que allí tenían su seguro observatorio para curiosear lo que pasaba a doscientos metros a la redonda.

            Viví veinte años en una casa del barrio Las Delicias de la ciudad de Minas, Uruguay, que en su terreno tenía este hermosísimo árbol (en realidad es una hierba gigantesca) cuya leña no sirve para nada, ni para hacer fuego –se deshace al secarse­­­­­­–, no da frutos, no es medicinal, pero ofrece una fresca sombra en lugares donde generalmente no hay otro árbol. 

            El campo uruguayo, cuando no lo atraviesa algún río o arroyo, generalmente no tiene árboles (salvo en estos últimos 30 años donde ha surgido una reforestación con eucaliptos, de dudoso beneficio para el suelo uruguayo). Es una planicie cubierta de pastos y cada tanto un ombú con algún rancho recostado a su sombra. El hombre de campo no hace su casa en el monte junto al río porque sabe que en cualquier momento se viene la creciente y la llanura inmensa no contiene las aguas desbordadas. Para hacer rancho elige las cuchillas (suaves elevaciones del terreno) que son seguras, y allí se puede encontrar un ombú solitario que dará sombra, abrigo, ramas para colgar la fiambrera (especie de jaula con malla para que no entren las moscas y poder guardar alimentos al fresco) y lugar de juegos para los gurises (niños en guaraní).

            Así es el ombú, árbol solitario que se cría guacho (solo, sin madre) y que en primavera da racimos de pequeñas flores blancas o racimos de bolitas verdes que no florecen. La gente de campo dice que hay ombú macho (el de las bolitas verdes) y ombú hembra (el de las flores blancas). En otoño pierde sus hojas y descubren sus rugosas e irregulares ramas. 

            Por cierto, existe una leyenda guaraní sobre cómo fue creado el ombú que la maestra normalista e investigadora Teresa Villafañe Casal ha rescatado:

“Umbí, la esposa del jefe de una tribu, ha conseguido que los indios cultiven la tierra. El verdor auspicioso de las plantas de maíz anunciaba la cosecha. Pero el deseo de lucha privó en los hombres, y un día dejaron sus campos y se fueron a pelear.

Umbí quedó encargada del campo cultivado. Ella debía cuidarlo para que las mujeres y los niños no padecieran hambre.

La luna llena anuncia con síntomas infalibles una terrible sequía. Umbí comprende lo difícil que será cumplir su misión.

Día a día las plantas de maíz van perdiendo su lozanía. Una a una caen vencidas. Pero Umbí está dispuesta a no cejar. Con la energía y la resistencia de que sólo las madres son capaces, decide salvar los granos necesarios para volver a sembrar.

De pie frente a las plantas que quedan vivas, trata de darles sombra con su cuerpo y las humedece con sus lágrimas. Desafía a Gúneche, dios que le manda la sequía. Resiste desesperadamente la heroica mujer, pero su agotamiento es visible. El Gúneche, al fin, ante el sacrificio sublime de la leal esposa, de la madre que lucha por sus hijos, por su tribu resuelve ayudarla en su obra. Pero no envía la lluvia que tanto ansía, sino que transforma a Umbí en un árbol, en una hierba gigante, que con su sombra consigue salvar una planta de maíz que dará los granos para la próxima cosecha.

Cuando regresaron los indios, el jefe vislumbró, a través del tronco retorcido y rugoso, la lucha que tuvo que sostener su leal Umbí.

Desesperado, se abrazó al árbol, y la sombra de éste lo cobijó, como en un último esfuerzo de la noble india para ser útil a su esposo, a sus hijos, a su tribu.”

Pero volvamos al ombú de mi casa.

Decían los vecinos de mucha edad que ese árbol tenía más de 150 años y que a fines del siglo pasado y principios de éste sirvió de parada de las diligencias que venían de Brasil hacia Montevideo. Allí cambiaban los cansados caballos por los de refresco, mientras seguramente los pasajeros se sacudirían el polvo de los interminables caminos y descansarían un momento a la sombra del ombú.

Cuando trabajábamos la tierra de la quinta familiar encontramos no pocas veces huellas de ese lugar de descanso: monedas de oro y de cobre brasileñas de uno o dos Reis. Seguramente estos pequeños hallazgos fueron comentados con algunos vecinos y allí comenzó a gestarse una ingenua y letal leyenda. Siempre se acercaba alguien a sugerir que debajo del ombú había un tesoro enterrado y que era de monedas de oro brasileñas…

Hubo épocas en que arreciaban los consejos de quitar el ombú y hacerse rico con el tesoro. Invariablemente mi padre sostenía que el tesoro era el propio ombú cuyo tamaño llamaba la atención de propios y extraños. Imagínese que para rodear el tronco se necesitaban ocho personas…

En 1970 se vendió la casa para irnos a radicar a Montevideo y allí comenzó la tragedia del ombú. La compró alguien convencido del tesoro de monedas de oro y trajo un ejército de gente con sierras, hachas y una pala mecánica.

Aquel árbol que fue refugio de cansados viajeros, atalaya de esos astutos pájaros llamados benteveos, insustituible lugar de juegos de muchos niños que pasamos por ahí y fresca sombra de tantos veranos, acabó arrancado de cuajo.

Del tesoro, ni rastro…

Pero el ombú ya muerto en un terreno de junto, estaba vivo para vengarse.

Desde siempre hubo, a unos siete u ocho metros del añoso árbol, un encharcamiento de agua limpia que jamás le dimos importancia porque estaba en un terreno vecino. Pues ese encharcamiento era un manantial que alimentaba al ombú, y al no estar éste comenzó rápidamente el agua a ganar terreno y a invadir la casa. No hubo fuerza humana que contuviera ese ojo de agua hasta tal punto que anegó todo el terreno y tuvieron que construir un drenaje especial para salvar la casa.

Allí estaba presente el viejo y querido ombú, riéndose con sus benteveos, con sus antiguos fantasmas que venían desde el Brasil y dejaban caer alguna monedita de oro.

 

                                                                       Cédar Viglietti (h)