jueves, 3 de febrero de 2011

El mate, ese amigo inseparable

En un recóndito lugar de la selva paraguaya vivía un anciano indígena de nombre Caá Yará acompañado solamente por su joven hija Caá Yarií. Estos solitarios guaraníes vivían de la recolección de hierbas, frutas y la caza de algún animalito. Su vivienda no era más que unas pocas ramas amontonadas que encerraban un estrecho lugar de pobrísimo aspecto.
            Un buen día acertó pasar por allí un caminante que se asombró de la austeridad en la vivían padre e hija. Cansado aceptó la invitación del anciano para que comiera y descansara. Los anfitriones no repararon en esfuerzos para tratar de agasajar al visitante buscando toda suerte de alimentos silvestres. El caminante comió y descansó gracias a la generosidad y desprendimiento del anciano y su hija.
            Pero hete aquí que ese visitante era nada menos que un enviado de Tupá, el dios que dio vida al pueblo guaraní. Conmovido el visitante por la actitud de Caá Yará y Caá Yarií decidió recompensarlos con un regalo muy especial.
            Les llamó y en su presencia hizo crecer un hermoso árbol explicándoles que de sus hojas podían hacer una infusión exquisita y reconfortante. Y les dijo además que esta bebida les haría más llevaderas sus solitarias vidas ya que no tendrían mejor compañía.
 
No hay duda que los uruguayos somos muy tomadores de mate, al tal punto que se nos asocia con un termo bajo del brazo para cebar (verter agua caliente) a esta curiosa infusión, sin embargo poco se sabe de su origen y mucho menos de sus propiedades.
Comencemos diciendo que los guaraníes le llamaban caaiguá  (cáa: yerba, i: agua, gua recipiente), denominación precisa para “recipiente para el agua de la yerba”. Los españoles prefirieron usar el vocablo derivado del quechua mati, que significa vaso o recipiente.  
El árbol del mate (Ilex Paraguayensis) crece en forma silvestre en los montes ribereños de Paraguay, Argentina, Brasil y en algunas zonas de Uruguay. Es un árbol que llega a medir más de 10 metros de altura, pero que cultivado especialmente no se le deja crecer más de 3 metros, podándolo de modo tal que produzca muchas hojas y se facilite su recolección. Hoy se le siembra en forma intensiva en grandes yerbatales en Paraguay, en las provincias de Misiones y El Chaco de Argentina y en el estado de Paraná de Brasil.
            Coincide –por razones de clima– que los mejores yerbatales se producen en las zonas cafetaleras. En el caso de Brasil, en la zona de Curitiba del estado de Paraná, se produce muchísimo café y la apreciada variedad del Ilex Paraguayensis que tanto gusta y consumen los materos uruguayos. Es un lugar de clima templado, de mucha humedad y de cierta altura sobre el nivel del mar.  
Una curiosidad: Uruguay no produce yerba mate, pero sin embargo exporta 200,000 kilos anuales a los uruguayos regados por el mundo.
La recolección de las hojas se hacía hasta hace muy poco totalmente a mano, no existía maquinaria. Pese a pocas innovaciones tecnológicas en algunos establecimientos, los peones continúan siendo muy mal pagados, casi miserables del campo, que juntan las hojas en grandes bultos.
            La recolección familiar –muy común en Paraguay y Misiones, Argentina– se hacía cortando ramas y sometiéndolas al fuego directo hasta que se oían estallar las hojas sin que se prendieran fuego. Actualmente sólo se cortan las hojas y se meten en una especie de gran cilindro de metal con agujeros que sometido al fuego y sin parar de moverlo, provoca que las hojas se deshidraten pero que conserven su color verde. Luego se las embolsa y apiladas se las deja casi un año para que con el tiempo se logre un mejor sabor en la infusión. 
            Al cabo de ese tiempo se muelen las hojas y queda lista la yerba mate para usarse.
Es interesante saber que los antiguos guaraníes tomaban el mate tal cual se hace hoy: ponían yerba mate en un guaje (calabaza) o en un trozo grueso de bambú recortado como vaso, le agregaban agua caliente y a través de una tacuapí (bambú delgado con raíces tejidas en un extremo para evitar que pasen los pedacitos de hojas) sorbían la infusión. En Paraguay, cuna y origen de la cultura guaraní y por ende del mate tradicional, los jesuitas impusieron el mate cocido (preparado en una taza como hoy se hace cualquier té) y el tereré (igual al mate cocido pero frío) sin abandonarse, sin embargo, la práctica de tomarlo como antaño.    
            ¿Qué propiedades tiene esta infusión?
Los estudios sobre el mate, aunque muy limitados, han mostrado evidencia preliminar que contiene un cocktail de xantinas (poderosos antioxidantes) como la cafeína, mateína, teofilina y la teobromina que tienen un efecto estimulante del sistema nervioso central más duradero que el del café y sin otros efectos como insomnio e irritabilidad.
Gracias a su complejo de vitamina B, la yerba mate colabora con el ingreso de azúcar en los músculos y nervios y con la actividad cerebral del ser humano; las vitaminas C y E actúan como defensa orgánica; las sales minerales, junto con las xantinas, ayudan el trabajo cardiovascular y la circulación de la sangre al bajar la presión, ya que las xantinas actúan como un vasodilatador.
El mate aumenta la diuresis y actúa sobre el tubo digestivo activando los movimientos peristálticos, facilita la digestión, ayuda con problemas gástricos y aumenta la evacuación.  
Ahora ya sabemos qué contiene el mate y el efecto que nos causa, pero hay una propiedad mucho más importante y que no es química: el mate permite compartir momentos muy especiales. Son momentos de encuentro y calma –nadie toma mate apurado–, momentos que se buscan especialmente, verdaderos remansos en esta vida tan agitada. El mate se toma con tiempo aunque cada vez tengamos menos, y siempre se comparte –pasándolo de mano en mano– con amigos, familiares hasta incluso con conocidos que generosamente nos ofrecen esta bebida como forma de amenizar una charla o de señalar que somos bienvenidos. Al respecto, el antropólogo uruguayo Daniel Vidart dice: "Tras el ademán litúrgico de preparar, cebar, y tomar mate hay una concepción del mundo y de la vida...el mate vence las tendencias aislacionistas del criollo...empareja las clases sociales... "
Por último agreguemos que por la forma de cebar el mate y por las distintas sustancias que se le pueden agregar (azúcar, hojitas de cedrón, marcela o gordolobo, carqueja, cáscara seca de naranja, café, etc.) se constituye todo un lenguaje amoroso con  múltiples significados entre cebador/a e invitado/a que hoy lamentablemente ha caído en desuso. Sin embargo veamos algunos ejemplos de antaño para conocer el ingenio de la gente de campo.

Mate amargo: indiferencia.
Mate dulce: amistad.
Mate muy dulce: habla con mis padres.
Mate frío: desprecio, indiferencia.
Mate con toronjil: disgusto.
Mate con canela: ocupas mis pensamientos.
Mate con azúcar quemada: simpatizo contigo.
Mate con cáscara de naranja: ven a buscarme.
Mate con té: indiferencia.
Mate con café: ofensa perdonada.
Mate con melaza: me aflige tu tristeza.
Mate con leche: estima.
Mate muy caliente: así estoy de amor por ti.
Mate hirviendo: odio.
Mate lavado: rechazo.
Mate con cedrón: consiento.
Mate con miel: casamiento.
Mate tapado: rechazo.
Mate espumoso: cariño verdadero.
Mate encimado: mala voluntad.

Mate con Ombú: vete de aquí.
Mate cebado por la bombilla: antipatía.

Afortunadamente esta bebida se resiste a la modernidad  y globalización (porque si no tomaríamos té de mate instantáneo o en bolsitas producido en Hong Kong) y sigue siendo un privilegio de los pueblos de Argentina, Uruguay, Paraguay, parte de Chile, Bolivia y Perú y sur de Brasil.
Pero déjenme decirles que doña Belisa y don Perucho –unos vecinos del barrio Sayago de Montevideo– también utilizaban el mate como instrumento de agresión. Ante cualquier contrariedad que Perucho le causara a su esposa, ésta tomaba el mate (cebado o no) y lo lanzaba como una pedrada a la cabeza de su consorte. Claro que Perucho no era ningún iniciado en este tipo de lides. Un preciso esquive de boxeador y el mate se reventaba contra la pared.
Al tiempo murió Perucho. Cuentan los vecinos que lo último que se oyó de él fue:

–¡No vieja, no! ¡Con el termo no...!
                                                                                 

Cédar Viglietti



El termómetro *

A mi hija Lucía

Las hijas de Don Ramón se esmeraban muchísimo para que nada le faltara en la sala al veterano asturiano que lamentablemente tenía que pasar una temporada en el Hospital Español. No era nada grave su dolencia, e incluso los médicos hacían lo posible por disolverle las piedras de la vesícula y así evitar una operación. Tampoco Don Ramón era un paciente muy exigente. No se quejaba del dolor, ni de la comida tan insípida que no tenía casi carne y mucho menos chorizo español.
            El cuarto era agradable, luminoso y afortunadamente sin otro paciente en la segunda cama. Antonia y Marisa se turnaban para acompañar al padre y cada cinco minutos le preguntaban si quería algo de la casa o de la calle. La respuesta de Don Ramón era invariablemente: “No, no necesito nada. Vayan a sus casas a atender sus maridos y a los niños”. Pero las hijas sentían un gran cariño por su padre que tanto había hecho por ellas, asumiendo una prematura viudez cuando Marisa y Antonia apenas tenían diez y doce años. Por eso ahora se desvivían para que pasara lo mejor posible.
            Ellas trataban de no dejarlo solo porque sabían que Don Ramón sufría mucho al estar en ese lugar por una incorregible timidez que ni siquiera de viejo lo abandonaba. Sufría cuando la bonita enfermera de la tarde venía a tomarle la temperatura, la presión o el pulso. O cuando la joven médica de la mañana le palpaba su barriga en busca de la vesícula. Ellas se daban cuenta que el veterano terminaba empapado de sudor y trataban de hacer lo más familiar posible el trato con el personal del hospital para aliviar los incómodos momentos por los que pasaba Don Ramón. Antonia llegó a comentar que hablaría con la doctora para evitar la visita de los practicantes porque “...esos mocosos no tienen el menor tacto y todo es risitas entre ellos”.
            Tan atentas a todo estaban las hijas que no dudaron en comprarle un pequeño televisor a colores para que Don Ramón no se perdiera los noticieros de la noche mientras estuviera en el hospital. “Ay... muchachas... ¿por qué gastan tanto dinero? Yo me arreglo con la radio”.
            Esa mañana Marisa no sabía cómo decirle al padre que en la tarde no podrían venir ni ella ni su hermana. Le explicó que a eso de las nueve de la noche vendría Antonia a acompañarlo, pero que no se preocupara que ya habían hablado con Rosita, la enfermera de la tarde, para que estuviera pendiente de él.
            “¡Coño! justo a Rosita me encargan” pensó Don Ramón, que ya veía venir toda comedida a la preciosa enfermera que hasta se permitía coquetear con él diciéndole “¡Qué bien se le ve hoy, señor Ramón!”
            Pero a las tres de la tarde un enfermero nuevo se le adelantó a Rosita y con mucha amabilidad le dijo al viejo que tenía que tomarle la temperatura. “Deme el termómetro, nomás” dijo el viejo intentando ser canchero.
–No, no, señor. El doctor me indicó que le tomara la temperatura rectal.
–¡¿Cómo?!
–Así es señor. Por favor dese vuelta y bájese el pantalón del piyama y el calzoncillo.
Don Ramón sintió un arcoiris en su cara. Su eterna timidez ahora brotaba intacta e invadía toda su humanidad.
–¿No es igual abajo del brazo…?– fue un balbuceo ya entregado, casi inaudible, un vano intento para evitar una terrible humillación.
–No, señor. El médico me indicó que fuera rectal– dijo con firmeza el enfermero.
Don Ramón se dio vuelta y se bajó la ropa. Hundió la cara en la almohada repitiendo “tierra trágame, tierra trágame...”
            Sintió que le ponían el termómetro e hizo un esfuerzo para no imaginarse cómo se vería, aunque fue inútil.
–Quédese un momento así señor y no se mueva para que no se vaya a romper el termómetro. En un momento regreso.
“Bueno, –pensó el viejo sumergido en su vergüenza– este enfermero es buena gente, por lo menos me deja solo para no hacerme sentir tan mal.”
Pasaron unos minutos que se le hicieron eternos a Don Ramón. “¿Cuándo vendrá el enfermero para sacarme este maldito termómetro del culo?”  Pero el enfermero no llegaba y los minutos pasaban. Ahora ya no era “el buena gente”, era “el enfermero de mierda” que no venía. La cabeza del asturiano era un volcán de imprecaciones cuando la cristalina voz de la hermosa enfermera Rosita dijo:
–Buenos tardes, señor Ramón. Pero… pero ¿qué está haciendo?
Se percibía un claro tono de desagrado en la voz de la joven. Pero superando su sorpresa la enfermera ordenó duramente al paciente: “¡Hágame el favor sáquese ese bolígrafo de su trasero y súbase los pantalones!”.
Don Ramón desclava su cara de la almohada y tarda unos instantes en entender su situación. Es demasiado. No puede ser posible. “¿Un bolígrafo?...”
Totalmente demolido, en carne viva y al borde del infarto gira su cabeza y su última neurona útil le alcanza para darse cuenta que le habían robado su nuevo televisor a colores.
                                              

* Basados en hechos reales ocurridos en Montevideo, Uruguay