sábado, 19 de noviembre de 2011

CARTA A UN HIJO DE MARÍA DEL CARMEN

Recibí un comentario sobre el artículo LA SOLIDARIDAD Y LA BUENA SUERTE de una vieja amiga que solicitó mi amistad a través de la página de Facebook “Minuanos que peinan canas” donde aparecimos los dos en una foto del liceo de Minas. Lamentablemente, después de escribirme el mensaje, ella misma imposibilitó en Facebook que le conteste al eliminarme. Su comentario está en el artículo de marras, y me dice que tiene un hijo en el Ejército. A su hijo le mando esta carta con respeto y con el sincero ánimo de reconstruir, en forma virtual hoy, aquella vieja amistad con María del Carmen.


Estimado joven oficial:
Hace un buen montón de años que conocí a tu madre en aquel entonces único liceo de Minas; fuimos compañeros de clases que además de compartir lo diario del liceo compartíamos una linda amistad porque nuestros padres, militares ambos, compartían también sus profesiones y la afición por la guitarra.
Recuerdo con afecto y muy claramente a tu abuelo cuando llegaba a casa con una guitarra pequeña, de esas medio decimonónicas, es decir un poco más pequeña que las actuales. Tocaban con mi padre mientras tu madre y yo intercambiábamos los chismes y anécdotas del liceo. Sí es cierto que nuestra amistad se reforzaba con la amistad de nuestros padres.
De esa época tengo magníficos recuerdos y yo no escapé a la vocación de todo hijo de militar: también vestir el uniforme. Me encantaba ir a los cuarteles con mi padre, andar entre los “milicos”, como llamaban todos los oficiales a la tropa sin ánimo de ofender sino usando un término acuñado dentro del propio ejército. Pese a mis pocos años (5 o 6) y de pantalones cortos pero con aire marcial y mucha concentración marchaba con la tropa en la plaza de armas. ¡Qué orgullo ver a mi padre de uniforme con la espada en la cintura! Espada que aún guarda mi hermana y que cuando la visito miro con cariño. Los oficiales no usaban en aquellos años ninguna arma en el cinto porque no tenían que defenderse de nadie ni de nada.
También me emocionaba mucho en los desfiles militares ver la tropa preparada para marchar con las banderas, con el oficial al mando que gallardo manejaba su espada y pedía permiso a su superior para iniciar la parada.
Recuerdo el respeto que en esa época se les tenía a los militares, porque si había cualquier contingencia (inundaciones, incendios, etc.) estaban siempre del lado de la gente metiendo el hombro para ayudar a que las cosas salieran adelante. Mi padre fue Subjefe de la entonces Región Militar No. 4 (hoy División de Ejército 4) sirviendo junto a su jefe el Gral. Pratto e innumerables veces el personal militar era enviado por mi padre a pintar escuelas públicas, a cortar árboles que algún temporal había tirado, sacar gente en apuro por la crecida de algún río, etcétera. No se me olvidan nombres de militares que fielmente sirvieron junto a mi padre en la región militar como el Tte. Cnel. Omar Oscar Sosa, el My. Strapolini, el Cap. Barba, el My. Mainard, el My. Parodi y tantos y tantos oficiales que ahora se me olvidan sus apellidos. Es natural que me acuerde de los grados que tenían en aquel entonces y que no los haya nombrado con el grado superior que seguramente alcanzaron. Entre ellos estaba tu abuelo y su guitarra…
Nunca fui anti militar ni metí a todos los militares en la misma bolsa, ni los mido con la misma vara, como me dice tu mamá. No podría hacerlo por un problema de formación desde la cuna, porque viví mi niñez y juventud rodeado de militares.
Y ahora te escribo a ti porque tu madre, mi vieja amiga María del Carmen, está enojada y confundida y se puso en la vereda de enfrente. Con esta carta a un joven oficial del Ejército Nacional intento cruzar la calle para no perder la amistad de tu madre que durante muchos años la he recordado con afecto y nostalgia de aquellos años tan lindos en mi vida.
Nunca he hablado ni dejo que hablen mal de la institución “Ejército” como una sola cosa ni hago responsable a quienes no metieron las manos en actos injustificables que no se pueden defender si se tiene decencia. Ésta no es una pose de último momento para “quedar bien”. Es más, es ella con su breve comentario que mide a todos los militares con la misma vara y defiende a quienes no se debe defender e involucra así a la mayoría de sus integrantes que tuvo y tiene las manos limpias.
Para que veas que lo que digo no es pose transcribo un fragmento de otro artículo que escribí en este mismo blog:

Hoy leo en un diario de Uruguay: “En el Ejército, la noticia de los procesamientos (en particular de Dalmao, quien se encuentra en actividad) cayó "muy mal", aseguraron a El País fuentes castrenses.”

¿Qué cayó mal en los militares? Creo, en realidad, que algunos cuadros veteranos del Ejército, pretenden diluir sus responsabilidades en crímenes injustificables desde cualquier punto de vista, en el conjunto de las fuerzas armadas cuya mayoría no participó en aquellos acontecimientos. ¿A quién le puede caer mal que se depuren las fuerzas armadas de integrantes que ensuciaron el uniforme con crímenes atroces? Mi padre, militar del arma de infantería, siempre me enseñó a respetar al Ejército y a sentirse orgulloso de él. Me hablaba del espíritu artiguista de las Fuerzas Armadas (en referencia a José Artigas, héroe nacional fundador del Ejército uruguayo) y, créanme, sentía yo un gran orgullo del uniforme que él llevaba.

Jamás oí de mi padre que Artigas torturara o asesinara a los prisioneros. Recuerdo cuándo me explicó que Artigas dijo, luego de la feroz batalla de Las Piedras contra los españoles, “Clemencia para los vencidos, curad a los heridos”. Tampoco me contó que Artigas esperara a que una mujer embarazada tuviera a su bebé para luego matarla y robarle el hijo. Nunca me dijo que Artigas hiciera desaparecer a los detenidos. Jamás me contó de cobardías tales. Me hablaba de hechos heroicos, del respeto por el enemigo vencido, de la valentía de los soldados orientales (recuerde, amigo lector, que el nombre oficial del país es República Oriental del Uruguay).

Fueron pocos los militares que ensuciaron esa tradición artiguista y que llevaron al resto del Ejército por caminos equivocados que nunca volverán a recorrerse. No importa la cizaña del diario El País, siempre tan mal intencionado y dando espacio a lo poco malo y abyecto que queda dentro de las Fuerzas Armadas sin hacer un comentario condenatorio.

Sépanlo los jóvenes militares uruguayos: Nibia era una hermosa muchacha que jamás portó un arma; que jamás le hizo daño a nadie; que nunca se apropió de un bebé ajeno; que jamás robó en una casa en medio de un allanamiento, que jamás le puso una capucha a nadie para que luego no la reconocieran por algún acto deshonroso.

Y tenía 24 años…



Este artículo está publicado en este mismo blog el 13 de noviembre de 2010, hace poco más de un año y no corregiría ni una sola palabra.

¿A quién puede molestar lo que escribí entonces o lo que escribí ahora?
Es evidente que mi nuevo artículo se refiere a una época muy precisa donde unos pocos (militares y civiles) llevaron a muchos a pensar y creer con odio que el enemigo era la gente que hoy está en el Frente Amplio. Mi artículo no habla del enfrentamiento del Ejército con los Tupamaros, que terminó en 1972. Yo escribo sobre el año 1975 y 1976.

Como mi compañera Nibia, yo jamás tuve un arma en la mano, salvo la escopeta calibre 20 con la que salía con mi padre a cazar perdices, cosa que hoy me arrepiento mucho porque he aprendido a respetar y querer las aves.

Sí están en la vereda de enfrente quienes dieron el golpe de estado sin ninguna justificación, siguiendo directivas de políticos y empresarios ambiciosos con el apoyo de un país guerrerista (EEUU) cuando ya habían derrotado en 1972 al MLN (al cual, por cierto, jamás pertenecí); quienes asesinaron a sangre fría a gente desarmada; quienes torturaron hasta la locura a gente atada; quienes mataron a una joven para robarle a su hijo recién nacido; quienes violaron jovencitas y mujeres indefensas; quienes robaron en cada allanamiento y cargaron camiones militares con el botín. También están en la vereda de enfrente quienes sin hombría ninguna mantienen silencio sobre la suerte de mucha gente desaparecida, hecho que sigue echando sal a una herida vieja y profunda. ¿Tú no crees que tu madre te buscaría hasta el fin del mundo y hasta el fin de su vida si no supiera nada de ti?

Estoy seguro, joven oficial, que tú y tu madre no justifican estos excesos porque también estoy seguro que ni tu abuelo ni tú (simplemente por tu edad, debes tener entre 30 y 35 años) participaron de estas barbaridades inhumanas. Por eso creo que no estamos en veredas diferentes aunque tengamos ideas políticas diferentes. Como equivocadamente se le atribuye a Voltaire, yo me afilio a la frase "Estoy en desacuerdo con tus ideas, pero defiendo tu sagrado derecho a expresarlas", y créeme que tanto tú, como tu mamá y yo, que pensamos distinto, debemos estar de acuerdo con ella. Los que dieron el golpe de estado en 1973 no estaban de acuerdo con esta frase.

Con los años he aprendido que la vida no se divide entre militares y civiles, como si unos fueran los malos y otros los buenos. El hombre en general es un puñado de luces y sombras, pero hay muchos que son casi solo sombras, civiles y militares. Hay algunos civiles dentro de la propia izquierda que han vivido ocultando sus bajos instintos y que han hecho un daño irreparable que no tiene perdón. Así ha ocurrido hasta dentro de mi propia familia. Ser de izquierda no es un salvoconducto que garantiza integridad, decencia y sensibilidad.

No vivas “padeciendo” por lo que otros mal hicieron y que yo denuncio para que no haya más de esos tipos dentro de las fuerzas armadas. Tú tienes la oportunidad de ser un oficial ejemplar, de servir al país, de ser decente a carta cabal, de ser un buen hijo, un buen esposo y un buen padre. No te sientas ni dejes que algunos pocos viejos y resentidos oficiales te hagan sentir parte de quienes no honraron a la patria y han tapado con tierra y cal los delitos que cometieron. Nadie puede sentirse orgulloso de lo que oculta. El espíritu de cuerpo en el ejército es sano y vale si es por cosas que te den orgullo a ti y a los demás.

Finalmente te pido que saludes a tu madre de mi parte y dile que me mande su correo electrónico así podremos recordar los viejos tiempos. Ella me pidió “ser amigos” en Facebook pero veo que ahora ya me eliminó y eso se puede arreglar. Saludos sinceros para ti. Cédar Viglietti.

viernes, 18 de noviembre de 2011

LA SOLARIDAD Y LA BUENA SUERTE

Historias que no son cuentos son pequeñas crónicas que intentan dar a conocer hechos vividos durante la dictadura cívico-militar uruguaya y así mantener viva la memoria de las luchas juveniles contra el autoritarismo de aquellos años.

 

 

En 1975 la ciudad de Montevideo resultaba extremadamente pequeña para escapar ante tanta cantidad de policías y miembros del ejército que se dedicaban literalmente a cazar a quien estuviera en contra de la dictadura cívico-militar que a partir del año 1973 asolaba a Uruguay.

A la luz de lo que hoy sucede en este pequeño país sudamericano resulta difícil de entender lo que fueron los años de dictadura que comenzaron el 27 de junio de 1973, aunque antes hubo un proceso autoritario de trágicas consecuencias para imponer el modelo económico neoliberal que hoy ha vuelto al Uruguay (gobierno de Pacheco Areco).   

Ese junio de 1973 los militares de entonces, con apoyo o con el laissez faire de la mayoría de los dirigentes civiles de los partidos blancos y colorados van por la imposición sin trabas del neoliberalismo. Así, acosaron hasta los límites de la locura a quienes luego gobernarían por 15 años al pequeño país (Frente Amplio). Asesinatos, desapariciones, torturas, robo de bebés, violaciones a las mujeres, rapiña de todo tipo de objetos en los allanamientos, fueron los métodos de instauración del terrorismo de estado contra quienes, sin una sola arma en la mano, luchaban en el terreno de las ideas.

Aproximadamente 8,000 presos políticos en Uruguay padecían todo tipo vejaciones. No parece una cifra enorme de presos de conciencia, pero hay que verla en función de la población del país con apenas 3.5 millones de habitantes. Los lectores mexicanos pueden aquilatar esa cifra de presos políticos si la extrapolan a los ciento 110 millones de habitantes del país Azteca y verán que equivaldría a tener más de 251,000 presos por sus ideas…

¡Qué cantidad de tiempo y recursos (siempre tan escasos) perdían los militantes de izquierda para solamente malpasar aquellos tiempos! El hecho de ser buscado por parte de los uniformados suponía una larga lista de dificultades que día a día se multiplicaban y se debían resolver. Para empezar uno estaba obligado a abandonar la casa donde vivía porque ese lugar era el más inseguro al ser conocido por vecinos, familiares, amigos, enemigos, etcétera. Había que salir con lo puesto porque no se podía cargar con bultos de ropa o alimentos porque llamaban la atención. No se podía ir a un hotel o pensión (sin hablar de lo incosteable) porque el registro –cédula de identidad mediante– de cualquier huésped debía ser entregado diariamente a la policía. No se podía ir a casas de familiares porque allí seguramente iba a ser buscado y finalmente terminaría implicando a gente que estaba al margen de las actividades políticas del militante. Después de pertenecer muchos años a cualquier organización política los amigos también formaban parte de esas mismas actividades y ellos vivían problemas similares por lo que no se podía contar con ellos para pedir refugio.

La imposibilidad de trabajar y ganar dinero por parte de los perseguidos limitaba aún más las pocas alternativas de movimiento, refugio y alimentación que tenían.

El último trabajo formal que tuve fue en la Cooperativa de Consumos de Obreros y Empleados del Frigorífico Nacional que estaba en el barrio de El Cerro que con generosidad me acogieron mientras fue posible, pero una vez que salió publicada en el diario El País de Montevideo toda la estructura de la organización política juvenil a la que pertenecía, con nombres y apellidos, tuve que irme de ahí y un compañero con carpintería me tomó de peón por un corto tiempo.

Sentía cómo el espacio de mis actividades políticas diarias se iba estrechando cada vez más y la calle comenzaba a ser un enemigo que se aprende a odiar, porque en ella crecen las posibilidades de ser reconocido por algún represor o –lo peor– por algún compañero que quebrado en las interminables sesiones de torturas acababa por colaborar con los uniformados y se convertía en peligrosísimo enemigo conocedor de lugares, actividades, movimientos y rostros de los militantes.

Las constantes razias de la policía que detenían a la gente sospechosa (jóvenes, obreros, etc.) implicaba identificarse para constatar si integraba la lista de requeridos y responder –sin dudar– a dónde se dirigía y de dónde venía, situación que obligaba a pensar permanentemente respuestas creíbles y serenas que no siempre se encontraban a la mano para ocultar los pasos que habíamos dado o íbamos a dar.

Parece tonto pero cualquier persona no involucrada en la lucha contra la dictadura podía responder con soltura “vengo de tal lado” y “voy para tal otro” con la coherencia que dan las actividades habituales y normales  de un individuo en su quehacer diario. Sin embargo, quien sale de su lugar de refugio y se dirige al encuentro con otro compañero tiene que inventar acciones y lugares que tengan coherencia y no despierten la sospecha del que interroga. Ni hablo cuando uno llevaba un paquete de volantes o folletos donde se denunciaba las atrocidades del gobierno militar; paquete que durante su entrega-recepción permitía ser objeto de seguimientos por miembros de la policía o ejército que sin uniforme pasaban a ser ciudadanos comunes difíciles de identificar. Estos seguimientos eran muy temidos porque uno sin querer llevaba a las fuerzas represoras hasta un nuevo compañero o hasta un lugar donde nos brindaban apoyo.

En esos momentos la calle no era un lugar recomendado para andar, pero ¿a dónde meterse cuando no se tenía un lugar seguro y que no implicara comprometer a nadie más? Sentarse en un café, entrar a un cine o a un evento deportivo suponía gastar dinero que no se tenía y solamente quedaba caminar por alguna zona comercial siempre atestada de tiras o detenerse a ver algún encuentro de fútbol de barrio, siempre y cuando encontráramos uno. En verano las playas montevideanas y algún parque urbano eran buenas soluciones porque se justificaba la presencia de quien fuera y los espacios abiertos permitían ver desde lejos cualquier acercamiento de gente sospechosa de ser policías o militares. Pero en invierno el frío no permitía acercarse a estos lugares gratuitos que facilitaban dar una respuesta coherente y justificada.

Tomábamos muchas medidas de seguridad para evitar caer detenidos, como cambiar nuestro aspecto físico (corte de pelo, lentes, etc.), no llevar nada encima que involucre a alguien más, observar con atención y disimulo para ver si nos seguían, bajarse o subir al ómnibus repentinamente si creíamos que éramos seguidos, establecer complicados códigos de señales para entrar o no a una casa, o para acercarnos o no a algún compañero en la calle, etc. Pero la realidad de haber sido durante muchos años una organización política legal con un periódico de circulación nacional, diputados y senadores, locales públicos y demás, hizo que muchas veces no cumpliéramos estrictamente con esas medidas que terminaron en detenciones muy costosas.

Todos los días nos enterábamos de algún compañero que había caído en manos de la represión y nuevos espacios se cerraban en torno nuestro. De esta manera, mantener la propaganda viva y permanente contra la dictadura nos era cada día más difícil. Simplemente citarse con Rosita Rinaldi, intrépida y valiente jovencita que comandaba una brigada de propaganda por la zona del barrio La Unión, suponía un verdadero operativo que luego implicaba otro mucho más complicado y arriesgado para que un grupo pequeño de jóvenes muy disciplinados y valerosos pintaran, en un muro de unas de las avenidas más transitadas de Montevideo, un mensaje de denuncia de la prisión del General Líber Seregni, militar patriota y Presidente del Frente Amplio uruguayo.

LA SOLIDARIDAD IMPRESCINDIBLE

¿Quiénes ayudaban a la gente que era buscada y vivía en la clandestinidad? En mi caso, un viejo amigo minuano –Heber Terra– que me conocía desde niño (compartimos la primaria en la Escuela N° 12 del barrio Las Delicias de la ciudad de Minas) y que me ofreció un lugar donde pasar la noche. Por cierto, en aquellos tiempos Heber andaba con severos problemas de trabajo y sus ingresos no le permitían más que pasar la noche en un pequeño taller mecánico que funcionaba en el día. Naturalmente el dueño no debía saber que yo me quedaba a dormir por lo que antes de las ocho de la mañana debía salir a la calle.

Quedaré agradecido eternamente con mi amigo Heber que jugándose su libertad y quizá su vida me ofreció aquel lugar para descansar encima de unos cartones  y dentro de un sobre de dormir en el suelo sucio de aquel taller mecánico en el barrio Cerrito de la Victoria. Muchas veces llegaba por la noche al taller y me encontraba con Heber que había traído pizza y fainá del restaurante de la esquina de la avenida Propios y San Martín utilizando sus magros recursos económicos que se ganaba en un largo horario de una carpintería por la calle Tristán Narvaja de Montevideo.

Otros problemas difíciles de resolver en esas circunstancias eran comer, bañarse y lavarse la ropa. Con dinero muchos de estos problemas se hubieran resuelto fácilmente, pero al no tener trabajo no contaba con él. De nuevo la solidaridad y sensibilidad de una persona insospechada me ayudó a salir adelante. Una prima hermana –Brenda Alicia Viglietti, fallecida a los 36 años por una cruel enfermedad– de quien jamás pensé que arriesgaría su persona y su familia por ayudarme me ofreció pasar por su casa a bañarme, comer y dejar la ropa sucia para lavármela. Debo agregar que para ayudarme debía contar con la complicidad de su esposo Mario Aguilar que también generosa y valientemente accedió a que pasara tres veces por semana por su apartamentito cercano a la calle Comercio.

Brenda y Mario trabajaban en un comercio de La Unión y en un taller mecánico respectivamente, percibiendo muy escasos recursos. Sin embargo jamás me faltó, durante el tiempo en que fui, agua caliente, comida y mi ropa limpia. Mi sobrina Mónica –muy jovencita– se quedaba en el apartamento a esperarme para abrirme y mirar con sus asombrados ojos grandes cómo devoraba esa comida tan importante para mí.

LA SUERTE JUEGA SU PAPEL

En una pequeña moto me dirigía a la casa de Diego Damián, compañero de poco más de 20 años que vivía en el barrio Malvín de la ciudad de Montevideo. Su casa ubicada en una esquina tenía la entrada principal por una calle y la entrada al garaje por la otra.

Minutos antes de llegar a la casa de Diego, habían llegado las Fuerzas Conjuntas, curiosísima forma de llamar a la unión de fuerzas policiales y militares dedicadas a las tareas represivas. Mediante un violento asalto a la casa de su familia sin orden de allanamiento, sin la intervención de un juez, pero al amparo de sus poderosas armas, los terroristas de estado se llevaban a Diego encapuchado a torturarlo y luego a que un juez militar (en el terreno político los jueces civiles no actuaban) lo condenara a una pena de 6 a 18 años de penitenciaría por Asociación Ilícita para Delinquir… cuando ¡los delincuentes eran ellos que estaban fuera de la ley!

En el preciso instante que Diego salía esposado por el portón principal, al margen de los acontecimientos yo ingresaba con la moto por la otra entrada. Jamás olvidaré a la hermana de Diego, Andrea, que salió llorando por la puerta del fondo al oír la moto y me avisa que se estaban llevando a su hermano por el otro lado… Sin apagar el motor doy la vuelta rápidamente y huyo evitando encontrarme con los represores.

T

Se habían clausurado todos los medios de prensa que se habían atrevido a pensar distinto a los militares y civiles metidos a dictadores. Solamente quedaban los medios al servicio del gobierno de facto entre los que destacaban los diarios El País y El Día, todos los canales de televisión y la inmensa mayoría de las radioemisoras. Por ello, en aquellos tiempos, la difusión de nuestras ideas para enfrentar en desigual batalla al terrible despliegue ideológico de la dictadura uruguaya era fundamental un mimeógrafo, ese simple y pequeño instrumento para imprimir volantes, octavillas y demás pequeños folletos.

Por un mimeógrafo dábamos lo que no teníamos y lo cuidábamos muchísimo para que no cayera en manos de la policía. Ya habíamos perdido un mimeógrafo muy recientemente que teníamos escondido en una mansión famosa e insospechada (hoy ya no existe) del cruce de Avenida Italia y Bolivia. No fue la policía quien lo encontró sino el dueño de la mansión que no tenía idea que uno de sus hijos participaba en la lucha libertaria de aquellos años. El aparato de imprimir terminó en el fondo de un arroyo…

Por ello, cuando nos enteramos que peligraba la ubicación de otro mimeógrafo, no dudamos en montar un operativo para sacarlo de allí y llevarlo a otro lugar más seguro. Encontramos un nuevo lugar donde instalarlo y en la moto triciclo de Gabriel Suárez nos dirigimos hacia el aristocrático barrio de Punta Carretas a rescatarlo. Me habían dado la dirección de una elegante casa que estaba en la rambla (malecón) y dejé a Gabriel y su triciclo Vespa en un pequeño café mientras yo iba a ver qué casa era, si estaba todo tranquilo en la zona y ponerme de acuerdo con sus moradores que se suponían estaban esperándome. Caminé por la rambla rumbo a la dirección y de lejos vi, en una banca que miraba al mar, a una parejita de jóvenes que disfrutaban de sus escarceos amorosos con verdadero empeño.

Me faltaban pocos metros para llegar cuando la pareja se levantó de la banca y se dirigieron hacia mí sin dejar de abrazarse y hacerse caricias. Era un viejo amigo minuano, Yamandú Píriz, de quien no sabía nada y hacía mucho tiempo que no veía y que llevaba del brazo a una bonita muchacha desconocida por mí.

–¡No entres a la casa que la policía te está esperando!– fueron todas las palabras de mi joven amigo y compañero que me salvaron de caer en la ratonera montada por la policía que tenía dentro de la casa a toda la familia detenida esperando que alguien fuera por el mimeógrafo.

Un compañero de nuestra organización estuvo al tanto de la ratonera montada  y sabía que yo iría a buscar el mimeógrafo a determinada hora. En una época de clandestinidad y compartimentación, sin medios de comunicación como hoy abundan, no era sencillo avisarme y evitar que llegara a esa casa. Pero ese alguien sabía que yo era de la ciudad de Minas y afortunadamente tenía a otro minuano a la mano que me iba a conocer y podría avisarme a tiempo.

Lo simpático del asunto es que mi amigo Yamandú casi no conocía a la compañera que simuló ser su novia pero fue notorio que esa oportunidad los “acercó” mucho, al punto que terminaron casándose y teniendo dos hijos…

UN ENTRAÑABLE AMIGO

Finalmente, debo escribir que en los primeros días de marzo de 1976 ocurrió un hecho que no puedo pasar por alto para cerrar este artículo. Un viejo y entrañable amigo rochense –lamentablemente ya desaparecido–, Pedro Montañez Massa, metiéndose en la boca del lobo, fue a casa de mi familia a ofrecerse para sacarme de Uruguay y llevarme a Argentina aún gobernada por un gobierno democrático.

Este ofrecimiento parecería un gesto más de solidaridad de una persona que sabe las penurias que un amigo está pasando, sin embargo se trataba de un joven oficial de la Armada de Uruguay que arriesgaba –sin duda– su vida e integridad física para ayudar a un integrante de la “sedición” (así nos llamaba el gobierno militar) a salir del país.

En un encuentro que tuve con mi madre en un parque, me contó que Pedrito (hijo del Cnel. Pedro Montañez) apareció en su casa en un camello (vehículo militar que su sola presencia provocaba terror) con una patrulla de fusileros navales y le dijo: –Dile a Cédar que se corte el pelo a lo milico que luego le traigo un uniforme de fusilero naval y lo llevo hasta la frontera con Argentina para que escape.

Muchos años compartimos con Pedrito las andanzas veraniegas en Antoniópolis, playa del océano Atlántico en el departamento de Rocha, al este del país. Recuerdo que Pedro tenía una yegua petisa que dejaba a mi cargo durante el resto del verano porque sus vacaciones eran muy cortas y sabía que la cuidaría mucho por aquel cariño que tanto nos unía.

Años después me demostraría su sincera amistad y valentía ofreciéndome una salida que yo no podía aceptar de ninguna manera por el inmenso riesgo que Pedrito correría. Pero él sigue vivo a mi lado a través del recuerdo agradecido e imperecedero que le guardo.

Como lo he contado en artículos anteriores publicados en este mismo blog, el 19 de marzo de 1976 ingresé como asilado político en la embajada mexicana en Uruguay y logré escapar de la dictadura militar.


miércoles, 2 de noviembre de 2011

Un día de pesca en un arroyo minuano

Desde que tengo uso de razón hasta los veinte años compartí con mi padre muchas salidas de pesca y caza a lugares cercanos de Minas. Los ríos Santa Lucía y Cebollatí fueron de los lugares más frecuentados en aquellos intensos contactos con la naturaleza del campo uruguayo.
Temprano por la mañana de cualquier día de verano de los años 1960, 61 o 62 salíamos en la Fordson del 51 por la avenida Artigas hasta la vieja estación de ferrocarriles, dábamos vuelta por el Paso del Amor, donde cruzábamos una pequeña cañada antes de tomar rumbo al campo de aviación militar de la Región 4 (hoy División 4) que estaba a orillas del Río Santa Lucía a unos 18 kilómetros al norte de Minas.
Antes habíamos cargado la camioneta con cañas, aparejos y demás enseres de pesca, así como un trozo de asado y unos chorizos para el mediodía. No faltaba el mate y algunos bizcochos para la tarde y algún refuerzo (torta mexicana) de mortadela o butifarra  para la noche.
Por camino de tierra llegábamos al destacamento de soldados, al mando de algún veterano sargento, que estaba a la entrada del campo militar. Como mi padre era coronel de esa Región Militar era uno de los lugares más conocidos por nosotros y los soldados amablemente nos abrían la portera para entrar nuestro vehículo. Recorríamos la pista auxiliar de pasto más o menos recortado hasta el fondo del campo donde pasaba el río que a esa altura –por pequeño– era más parecido a un arroyo. Encontrar un lugar para dejar la camioneta a la sombra no era complicado porque siempre encontrábamos en el borde del monte un tala grande o sauce frondoso.
Lo primero era mojarrear (pescar mojarritas, pequeños peces para luego ser usados de carnada) en alguno de los lagunones que se forman paralelos al río en las crecientes del invierno lluvioso y que luego quedan aislados por efectos de las sequía del verano. Sin embargo allí quedan los mejores lugares para pescar, los más profundos, los de agua más tranquila. El mojarrero, es una pequeña caña tacuara (bambú) de no más dos metros, muy flexible con una línea muy delgada, una boya (flotador) y un anzuelo mosquita (de minúsculo tamaño). Para pescar las mojarritas se encarna el anzuelito con un pedacito de lombriz de tierra que previamente se pone en la palma de la mano para atontarla con un par de palmadas. Junto a las mojarritas siempre sale algún dientudo (pez plateado de afilada figura con dientes prominentes), algún cabeza amarga (pez de boca grande y color oscuro) o alguna castañeta con muchas espinas que no sirve de carnada.
Estos momentos de mojarrear se dan siempre con abundante sol, cuando las chicharras (insecto de mediano tamaño que frota sus élitros y produce un ruido escandaloso) están en su apogeo. De niño siempre intenté verlas en las ramas de los árboles y me fue imposible por su color verde que las disimula en el follaje.
Guardábamos las mojarritas en un lugar fresco para tenerlas listas para el atardecer y la noche, momento de pescar las tarariras y bagres. Al terminar de mojarrear aprovechábamos a darnos un buen baño en los lugares donde el río corre entre arenales limpios. En esa parte del Santa Lucía que discurre con poca agua se pescan pejerreyes que desde el mar suben la corriente para desovar en agua dulce.
Mientras yo juntaba leña para el asado, mi padre aprontaba el segundo mate del día que nos servía para abrir el apetito y esperar a que la carne estuviera lista. A la sombra de algún canelón chisporroteaba el fuego y tomábamos mate mientras mi padre me enseñaba a distinguir el canto de los pájaros que abundaban en la zona. A esa hora se oían pájaros chicos: doraditos, mixtos, cabecita negra, jilgueritos y los clásicos cantos de benteveos y horneros. Los chingolitos atrevidos se acercaban a ver si podían comer alguna miga de pan que siempre caía al suelo. Más lejos se oían los pirinchos, esos pájaros desgarbados que poco han evolucionado y que vuelan con bastante torpeza.
Ya había brasas y con un palo mi padre las corría debajo de la parrilla hecha con varillas y alambre. Ahora cambiaba el olor a leña quemada por el de la carne y los chorizos asándose. En una lata negra de hollín por tantos fogones hervíamos agua para preparar la salmuera que le echábamos al asado. En viejas tablas de picar comíamos primero los chorizos con pan y luego el asado de remate. Nada de sanas ensaladas que distraen el apetito…
La hora de la siesta era sagrada para mi padre y encima de una lona sobre los pastos a la sombra, cumplía con el rito de descansar una hora. Yo aprovechaba a salir a cazar con la honda (resortera) metiéndome en el monte para aprovechar su sombra y disfrutar la vegetación exuberante alimentada por la humedad del río. ¡Cuánto me he arrepentido de esas infames cacerías de pájaros que hoy tanto quiero! Por ello mejor no cuento los detalles sino que intentaré describir esas caminatas por apretados senderos entre una vegetación abundante. Estos montes no se dan por cualquier parte del campo sino que bordean los cursos de agua que parecen venas del territorio uruguayo. Al separarnos unos 80 metros del río o arroyo desaparecen los árboles y solo quedan pastizales y algún matorral perdido en el mar de hierbas.
En el monte, en época de verano la vegetación hace complicado avanzar pero siempre se encuentran senderos sombreados y no falta alguna gallineta que al cloquear con sonidos de marimba delata su presencia y escapa caminando rápido entre la maleza. Las palomas de monte, más grandes que las domésticas sorprenden con su ruidoso vuelo al espantarse.
Por más silencioso que pretendiera ser mi paso por el monte se escandalizaban todos sus habitantes que incluía un carpincho hembra (capibara) con cuatro carpinchitos que asustados corrían a una de las lagunas profundas para zambullirse y verlos salir varios metros adelante nadando en perfecta fila con sus cabecitas afuera.
Al observar los camalotes en las orillas del río de los lagunones siempre encontraba en sus tallos el ramillete de pequeñísimos huevecillos de color rosado que algún caracol había depositado para asegurar que con su eclosión los caracolitos cayeran en el agua y sobrevivieran.
Un mamboretá o tatadiós (mantis religiosa) detenía mi paso para observar su postura de rezo, cuando en realidad tiene sus brazos siempre dispuestos a soltarse velozmente sobre otro insecto que será su presa y lo devorará inmediatamente.
Avanza la tarde y junto con el tercer mate aprontamos las cañas de pescar y los aparejos para estar listos en la noche. Juntamos todo los bártulos antes de que oscurezca porque la tímida luz del farol a carburo es poco lo que ayuda a encontrar cosas pequeñas entre los pastos.
Se calma el viento de la tarde que rizaba el agua del arroyo que ahora era un espejo quietito donde los saltos de algún dientudo dibujaban círculos concéntricos en la superficie. A toda hora el arroyo atrae con su belleza de agua calma, de camalotes en flor, de sarandíes asomando en las orillas y frondosos árboles, pero el atardecer con su luz ya escasa resalta la magia de ese espejo donde se mira el cielo. Parece que todo se detiene a la hora de ocultarse el sol. Los últimos cantos del zorzal, el hornero y los chingolitos presagian la noche. Ahora los irregulares vuelos de los dormilones (chotacabras) guiados por sus sistemas de ecolocalización son los fantasmas del aire en busca de insectos voladores. El chistido de una lechuza recuerda a otra ave de la noche. El mundo visual se encoge y gana terreno el oído que recoge el lejano mugir del ganado, el ladrido del esquivo zorro, y de fondo sonoro el croar de las ranas y los mil desafinados violines de los grillos.
De una lata mi padre sacaba una piedra de carburo y la metía en el depósito inferior del farol y en el superior un poco de agua del arroyo. Al abrir la llave de paso del agua para que gota a gota mojara el carburo, éste desprendía un gas inflamable que llegaba hasta una lámpara donde se le encendía y producía una luz medio triste pero que era lo que nos alumbraba. Del farol a mantilla ni noticias por aquellas épocas.
Con cañas tacuaras desarmables compradas en Solís de Mataojo y aparejos de chaura comenzaba la pesca en serio. Primero encarnábamos los aparejos que tirábamos a las zonas más profundas del arroyo. El peso del plomo en la punta garantizaba la pesca de fondo (bagre, anguila y no faltaba alguna inoportuna tortuga). Sobre una piedra grande y plana atábamos el extremo del aparejo a una piedra pequeña que al prenderse algún pez la haría rodar y hacer ruido. Podría decirse que con los aparejos pescábamos “de oído”.
Las cañas, mientras tanto, tenían una línea de nylon con un anzuelo en la punta y una boya (flotador) de ceibo pintada de blanco a un metro del anzuelo. El color blanco ayudaba a verla alumbrada por la tímida luz del farol a carburo.
Ahora hablábamos en voz muy baja y lo mínimo posible para no hacer ruido. En el silencio de la noche se oía potente el ruido del mate al acabarse el agua. Todo era concentración en las boyas de las cañas y en el sonido de las piedritas de los aparejos escondidos en la oscuridad.
Repentinamente una de las boyas comenzaba una danza delicada con muy sutiles y pequeños hundimientos pero que el ojo entrenado sabía que una tararira probaba la carnada. Mi padre, muy lentamente dejaba el mate, se paraba para estar preparado antes de que la reina del arroyo tragara la carnada y emprendiera la huida. Ahora los hundimientos de la boya son más claros y decididos. Para un pescador este momento es impagable porque se trata de interpretar con precisión los movimientos de la boya en el agua oscura con lo que está pasando un metro más abajo.
De pronto la boya desaparece bajo las aguas y mi padre levanta la caña con una violencia calculada para clavar el anzuelo en la boca del pez pero no quebrar la caña. La tararira opone una fuerte resistencia a salir del agua como es su característica. La caña se dobla hasta el límite y por unos momentos la lucha es pareja: el pez no aparece ni puede huir, pelea. Pero en poco tiempo se agotan sus fuerzas y el pescador gana la partida.
Varios minutos después el arroyo y nosotros recuperamos la calma. Vuelve el silencio profundo sólo roto por el ruido de los saltos de la tararira en los pastos que vigilamos con orgullo.
Ahora un pequeño sonido de piedras rodando rompe la tensa calma de la noche. Como un rayo me levanto y tomo con mucha delicadeza la chaura tratando de tensar el aparejo para que se trasmita por el algodón trenzado lo que sucede varios metros aguas adentro. No hay que apurarse ni confundir los tanteos del bagre con la decisión de tragarse la carnada. Ahora sí percibo un arrastre más fuerte y mi brazo que sostenía adelantado la cuerda pega un fuerte tirón recuperando violentamente unos centímetros del aparejo que hacen clavar el anzuelo en el pez. Con este instrumento de pesca la lucha con el bagre no es pareja, la resistencia de la chaura es mucho mayor a los intentos del pez por escapar y rápidamente lo saco fuera del agua. Debo tener mucho cuidado de tomarlo y no clavarme sus tres características y peligrosas espinas mientras saco el anzuelo de su boca. Me tiemblan las manos de la emoción que a mis diez años hacen inolvidables estas experiencias.
Con el botín robado al arroyo regresábamos de noche tarde a Minas atravesando el oscuro campo militar señalizado por un cielo increíblemente tachonado de estrellas como jamás volví a ver. Hoy, cincuenta años después, los recuerdos de aquellas incursiones por los campos donde pasaba el Santa Lucía permanecen en mí con la certeza de que nada ha cambiado y que allí me esperan siempre los misterios insondables del monte y el río.