jueves, 27 de enero de 2011

Las primeras manifestaciones estudiantiles en Minas

La primera manifestación estudiantil en la historia de la Ciudad de Minas ocurrió cuando en Montevideo mataron a Hugo de los Santos y a Susana Pintos en septiembre de 1968. Estos jóvenes estudiantes comunistas fueron baleados en una manifestación por la avenida 18 de Julio a muy pocos días de haber matado otro estudiante también comunista: Líber Arce.

Hugo de los Santos y Susana Pintos

Los estudiantes uruguayos vivieron jornadas de una represión brutal por reclamar libertades y viejas reivindicaciones como “el boleto estudiantil”, es decir un pasaje de ómnibus urbano diferenciado (más barato) para permitir el acceso de los jóvenes al estudio. Hoy los estudiantes uruguayos cuentan con este beneficio que se peleó desde 1965 y que en 1968 llegó a su clímax.
Líber Arce

La muerte de Líber Arce (el joven de nombre consigna) ya había decidido a muchos estudiantes a sumarse a las filas de las luchas que eran, cada vez más, por espacios de libertad y expresión que por otro tipo de reivindicación. Los estudiantes minuanos más sensibles a estas causas se vieron violentamente sacudidos por los asesinatos de Hugo y Susana y decidieron hacer una manifestación para repudiar estos crímenes por el centro de la pequeña ciudad. Claro que toda manifestación debe reunir un mínimo de gente para que tenga el carácter de tal; de verdad creo que ni siquiera ese mínimo se reunía…

Algunos jóvenes sí se animaban a dejar volantes en algún lugar, o a pintar a escondidas un muro por la noche, o hacer alguna labor en el gremio estudiantil del liceo minuano. Pero salir a manifestarse por el centro, donde todos se conocen y los señalarían con el dedo… eso era otra cosa.
Debe tenerse en cuenta que una población tan pequeña (unos 30,000 habitantes alejados de la urbe montevideana) es, como decían los viejos, “pueblo pequeño pero infierno grande”, donde dar la cara por una reivindicación política costaba caro por ser una sociedad extremadamente conservadora que aún hoy no ha permitido ganar al Frente Amplio en el departamento pese a llevar dos períodos de gobiernos nacionales; donde el gremio estudiantil (la asociación de estudiantes del liceo) estaba más pendiente de la realización del baile de fin de año (que por cierto fueron muy buenos y bien organizados) que de alguna demanda de sus agremiados.
Salir a la calle y que la gente viera quienes eran “los comunistas” (no dicho como una ubicación política dentro de la izquierda, sino como un insulto), aún cuando varios no lo fueran en realidad, era difícil. Flaqueaban las piernas y se apagaba la voz al momento de bajarse a la calle Domingo Pérez entre 18 de Julio y Treinta y Tres para caminar alrededor de la Plaza Libertad. Pero se hizo. Doce o quince muchachas y muchachos se animaron e inicialmente con las voces medio apagadas pero ganando fuerza, gritaron consignas reclamando libertad y justicia.
–¿Y estos? Seguro no son de aquí. Deben ser de Montevideo.
Los minuanos que vieron la pequeña pero decidida manifestación estaban tan sorprendidos como los propios estudiantes de haberse animado a hacerla. La fría noche de septiembre los hizo mirar asombrados a aquel pequeño grupo y sólo al reconocerlos aceptaron que eran estudiantes minuanos.
Algunos de los manifestantes más que gritar iban rezando para no encontrarse con alguno de sus padres o vecinos que descubrieran sus actividades políticas. Bajaron por la calle 25 de Mayo y rápidamente se disolvieron. No caminaron más de cinco cuadras. Así de breve fue la primera manifestación. Pero fue.

oOo


La segunda ocurrió de día y con el calorcito de noviembre de ese mismo año. Esta vez los estudiantes eran más, quizás unos veinte, y aprendieron que el centro de Minas era muy pequeño para manifestarse porque luego de dar la vuelta a la Plaza Libertad ya no había mucho para hacer. Por ello decidieron tomar Roosevelt a contramano hacia la Plaza Rivera. Para sorpresa de todos ocurrió algo inesperado: se sumaron dos o tres jóvenes de Minas cuando vieron pasar la manifestación. Animados por los refuerzos crecieron las voces y cuando llegaron a la Plaza Rivera la policía minuana salió de la comisaría de enfrente y paró la manifestación.
Tranquilos los estudiantes se detienen a dialogar con los policías que indicaron que no se podía manifestar. Buscaron al de mayor edad y lo apresaron.
–¿Cómo te llamás? –preguntó con tono firme el policía.
–Ricardo Zabalza –contestó el joven que cuadras atrás se había integrado a la manifestación.
–¿Sos algo de don Pedro Zabalza*?
–Hijo.
El policía ya no muy firme pero nada tonto lo suelta inmediatamente y toma del brazo a otro muchacho que venía adelante que seguramente no era hijo de un senador y no corría riesgos. Sin embargo la hermana del joven detenido reclama, más llevada por la relación filial que por razones de otro tipo:
–Ah claro, al hijo de Zabalza no se lo lleva preso pero a mi hermano sí, ¿verdad?
–Tiene razón la compañera, lléveme a mí– se interpone valiente Ricardo.
Pero ya era mucho pensar para el policía que agotado por los cálculos políticos hechos en ese momento en medio de la Plaza Rivera decidió jugarse a que el Departamento de Lavalleja no podía tener más que un senador, y que por ese segundo muchacho no habría reclamaciones mayores. Aunque las hubo, porque ya instalado el joven de 16 años en una celda con adultos borrachos y autores de pequeños delitos se sintió un gran ajetreo en la comisaría al llegar un Jeep militar con el coronel Pedro Montañez al frente, quien preguntó de qué delito se acusaba al joven y ante la falta de respuestas de los policías lo hizo liberar en el acto.
Muy poco tiempo después, para sorpresa de todo Minas Ricardo Zabalza Waksman, minuano de 20 años, moría de un balazo en la nuca luego de ser capturado herido en Pando al enfrentarse con sus compañeros del MLN (Tupamaros) a la policía uruguaya.  Nadie en Minas suponía que el hijo del senador Zabalza integraba las filas del movimiento guerrillero, pero los muchachos de la segunda manifestación no olvidaban la incorporación decidida y solidaria de Ricardo a aquellas primeras luchas estudiantiles en Minas.

*Pedro Zabalza Arrospide (Minas, 1913 - 1996), político, escribano y estanciero uruguayo, dirigente del Partido Nacional. Fue dos veces Intendente del Departamento de Lavalleja (algo similar a gobernador de una provincia) y varias veces senador de la República.

Pablo Latapí: educador ejemplar

Cuando leemos noticias y comentarios sobre el futuro de México, Uruguay o cualquier otro país latinoamericano surgen distintas opiniones pero que en un punto confluyen: la necesidad de una educación de verdadera calidad para los niños y jóvenes que tendrán que afrontar las tareas de conducir a sus países. Es cierto que las opiniones sobre este tema tienen diferentes enfoques e intereses, pero creo percibir, desde lejos, que la izquierda uruguaya no parece haber hecho los deberes o la tarea  de meterse en serio en este tema.
No soy quien para opinar en profundidad sobre la educación, pero quiero compartir con los amables lectores algunos fragmentos de un discurso que un gran pedagogo mexicano pronunciara en oportunidad de recibir el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad Autónoma Metropolitana de la Ciudad de México. Se trata del Doctor Pablo Latapí Sarre, nacido en 1927 en la capital de México y fallecido, también en el Distrito Federal, en agosto de 2009.
Latapí comenzó sus estudios en Estados Unidos para ingresar en su juventud a la Compañía de Jesús en Texas donde realizó estudios en filosofía (licenciatura y maestría) para continuar con su doctorado en educación comparada en la Universidad de Hamburgo en Alemania. Al regresar a México funda el Centro de Estudios Educativos, que marcó el derrotero de su quehacer de investigador, donde fue precursor de la investigación educativa en México y uno de sus principales impulsores en los últimos 30 años. Fue un hombre que toda su vida llamó a la reflexión crítica y honesta, a la tolerancia política, al disfrute de la cultura, a ser justos, equitativos y generosos, a luchar por la igualdad y la dignidad.
He aquí estos fragmentos de su discurso que podrá leerse completo en la dirección de internet http://redalyc.uaemex.mx/redalyc/pdf/132/13211507.pdf .
(…) Mi mensaje hoy consistirá en plantear cuatro preocupaciones críticas ante algunos equívocos que están provocando estos retos, preocupaciones que surgen de mi manera personal de entender lo que es la educación y lo que es la Universidad, de una “filosofía educativa” (si queremos llamarla así) que he construido a lo largo de mi vida.
Primera preocupación: el objetivo de la “excelencia”
Hoy se proclama como obligatorio para las Universidades el ideal de la “excelencia”: la institución debe ser excelente, los programas de formación y los profesores también; y los estudiantes deben aspirar a ser excelentes y a demostrarlo.
Permítanme decirles que considero este ideal de la excelencia una aberración. “Excelente” es el superlativo de “bueno”; excelente es el que “excellit”, el que sobresale como único sobre todos los demás, en la práctica el perfecto. En el ámbito educativo, hablar de excelencia sería legítimo si significara un proceso gradual de mejoramiento, pero es atroz si significa perfección. Educar siempre ha significado crecimiento, desarrollo de capacidades, maduración, y una buena educación debe dejar una disposición permanente a seguirse superando; pero ninguna filosofía educativa había tenido antes la ilusoria pretensión de proponerse hacer hombres perfectos.
Yo creo que la excelencia no es virtud; prefiero, con el poeta, pensar que “no importa llegar primero, sino llegar todos, y a tiempo”. El propósito de ser excelente conlleva la trampa de una secreta arrogancia. Mejores sí podemos y debemos ser; perfectos no. Lo que una pedagogía sana debe procurar es incitarnos a desarrollar nuestros talentos, preocupándonos por que sirvan a los demás. Querer ser perfecto desemboca en el narcisismo y el egoísmo. Si somos mejores que otros –y todos lo somos en algún aspecto- debemos hacernos perdonar nuestra superioridad, lo que lograremos si compartimos con los demás nuestra propia vulnerabilidad y ponemos nuestras capacidades a su servicio. (…)
Segunda preocupación: la definición de calidad de la educación
Lo anterior nos lleva directamente al tema más vasto de la calidad. Las Universidades de todo el mundo, también las nuestras, están hoy presionadas por la exigencia de calidad; el problema es que, al parecer, nadie cuenta con una definición de calidad plenamente convincente. Se han identificado factores que indiscutiblemente influyen en lograr una mejor educación, tanto en la infraestructura como en los programas y en los métodos de enseñanza, y se aplican medidas para reforzar estos factores. A contrario, se conocen las malas prácticas que impiden la calidad. Algunos identifican ésta con los resultados que obtienen los estudiantes en sus exámenes y juegan con las estadísticas, e incluso se complacen en establecer ordenamientos engañosos de instituciones o programas. El hecho es que carecemos de una definición clara de la calidad que perseguimos y que debemos demostrar, y el debate sigue abierto y probablemente seguirá abierto.
A mí me preocupa, primero, que se confunda la calidad con el aprendizaje de conocimientos, lo que simplifica el problema falsamente pues la educación no es sólo conocimiento. Me preocupa también que se establezcan comparaciones de escuelas o instituciones que ignoran las diferencias entre contextos o las circunstancias de los estudiantes, a veces abismalmente distintas. Y me preocupa sobre todo que la calidad educativa se confunda con el “éxito” en el mundo laboral, definido éste por referencia a los valores del sistema.
Es una perversión inculcar a los estudiantes una filosofía del éxito en función de la cual deben aspirar al puesto más alto, al mejor salario y a la posesión de más cosas; es una equivocación pedagógica llevarlos a la competencia despiadada con sus compañeros porque deben ser “triunfadores”. Para que haya triunfadores –me pregunto– ¿no debe haber perdedores pisoteados por el ganador? ¿No somos todos necesariamente y muchas veces perdedores, que, al lado de otros perdedores, debemos compartir con ellos nuestras comunes limitaciones? Críticas semejantes habría que hacer al concepto de “líder” que pregonan los idearios de algunas Universidades, basado en la autocomplacencia, el egoísmo y un profundo menosprecio de los demás. Una educación de calidad, en cambio, será la que nos estimule a ser mejores pero también nos haga comprender que todos estamos necesitados de los demás, que somos “seres-en-el-límite”, a veces triunfadores y a veces perdedores. (…)
…quiero sugerir una concepción de la calidad a la que regreso siempre que reflexiono sobre el tema: hablando como educador, creo que la calidad arranca en el plano de lo micro, en la interacción personal y cotidiana del maestro con el alumno y en la actitud que éste desarrolle ante el aprendizaje.
Muchas veces me he preguntado: ¿qué fue lo que hubo en mi educación que yo considero que la hizo, al menos en ciertos momentos, buena o muy buena? ¿Qué hicieron mis educadores –mis padres, maestros, hermanos mayores y compañeros de clase– para que esa educación fuese buena? Si tuviera yo que resumir en una frase mi respuesta, diría que mis educadores me aportaron calidad cuando lograron transmitirme estándares que me invitaban a superarme. Progresivamente, de muchas maneras, en diversas áreas de mi desarrollo humano –en los conocimientos, en las habilidades, en la formación de mis valores– mis educadores me transmitieron estándares y, además, me incitaron a compararme con esos estándares, a comprender que había algo más arriba, que yo podía dar más, o sea, me ayudaron a formarme un hábito razonable de autoexigencia. (…)
Creo, por tanto, que buscar una educación de calidad no es inventar cosas extravagantes (como llenar las aulas de equipos electrónicos o multiplicar teleconferencias con Premios Nóbel), sino saber regresar a lo esencial. Un ejemplo: un cuaderno de composición de Español, corregido con lápiz rojo, en el que el profesor explica el por qué de cada corrección, está transmitiendo “estándares de superación” y llevando al estudiante a comprender que hay mejores maneras de utilizar el lenguaje, que él puede escribir mejor; y lo motiva para exigirse más.
Esta concepción de la calidad educativa descansa en dos supuestos: que para poder transmitir calidad es necesario reconocerla, y que para poder reconocerla es necesario tenerla. No hay en esto círculos viciosos ni tautologías, sino el reconocimiento de que la educación es en esencia un proceso de interacción entre personas, y de que la calidad depende decisivamente de la del educador.
Los educadores abordamos el problema de la calidad no desde teorías empresariales de la “calidad total” ni desde la preocupación por mejorar nuestra “oferta” comercial para triunfar en la competencia, sino desde perspectivas existenciales más profundas; queremos transmitir a los jóvenes experiencias personales a través de las cuales adquirimos nuestra propia visión de lo que es una vida de calidad, y nos esforzamos por que el estudiante llegue a ser él mismo, un poco mejor cada día, inculcándole un hábito razonable de autoexigencia que lo acompañe siempre. (…)
Tercera preocupación: el conocimiento del que se trata en la “sociedad del conocimiento”
Se propone hoy a las instituciones de enseñanza superior, como dije al principio, asumir el paradigma de la “sociedad del conocimiento” para normar sus transformaciones: ante la globalización ineluctable, ellas deben esmerarse –dice el discurso ortodoxo- en proveer el conocimiento que requieren los países para su desarrollo. Pero no se especifica, por lo general, cuál es ese conocimiento; más bien se da por entendido que se trata sobre todo del conocimiento necesario para conquistar los mercados, o sea el conocimiento práctico, aplicado, el vinculado a la economía, el que produce innovaciones rentables y asegura el éxito en la competencia.
Permítaseme también cuestionar esta gloriosa bandera de la “sociedad del conocimiento” que se hace ondear como ideal obligatorio de toda institución de educación superior, no porque no sea un ideal válido sino porque es incompleto y equívoco. El conocimiento que requieren las sociedades no es sólo el vinculado a la economía; son otros muchos tipos de conocimiento. Las Universidades no existen sólo para crear y promover el conocimiento económicamente útil sino todas las formas de conocer que requiere una sociedad. Por esto sostenemos que ellas son el hogar legítimo de la Filosofía y las Humanidades, de la Historia, del teatro, la poesía y la música; defendemos también el profundo sentido humano de las ciencias naturales; y afirmamos el valor de lo inútil y de lo gratuito como parte de la misión de la Universidad. Por esto también creemos en lo valioso de la convivencia de los diferentes en las comunidades universitarias, tan propia de nuestras universidades públicas. Por tanto, decimos “sí” a  la sociedad del conocimiento que incluya la universalidad de los saberes humanos, y advertimos contra la trampa de convertir a las Universidades en fábricas de inventos prácticos; ellas son creaciones del “homo sapiens”, no las reduzcamos a talleres del “homo faber”. (…)
Y quiero decir algo más en relación con este tema: la Universidad actual debiera ser un baluarte contra el devastador proceso de comercialización total al que está llevando la entronización del mercado.
En esta etapa extrema del capitalismo, la globalización está llevando a la mercantilización del mundo. Hoy se consideran mercancías muchos bienes primarios que condicionan la existencia; se vende el agua que nos es indispensable y viene del cielo, se la industrializa, exporta y anuncia; pronto seguirán el aire y el sol. La salud hace mucho que se comercia en un mercado altamente tecnificado. Hoy se venden los conocimientos tradicionales, patentados por laboratorios transnacionales que se los apropian sin dar crédito a su origen; y se habla con todo rigor de “industrias culturales”, reduciendo obras del espíritu y de la creatividad humana a la categoría de simples mercancías.
La dimensión mercantil se extiende ya a todos los dominios de la vida; todos los días surgen nuevas mercancías sutiles, ingeniosas, muchas imaginarias y casi todas prescindibles; ya no son cosas ni servicios; son “commodities”, satisfactores de caprichos, inventos de la publicidad, imágenes virtuales que halagan la vanidad o explotan los miedos o los remordimientos. Todo se vale para vender porque toda venta hace avanzar al capital, aunque sea a costa del sentido común y de nuestra dignidad; y los hombres vamos cayendo, sin darnos cuenta, en redes invisibles de dependencia que disminuyen nuestra libertad. (…)
Cuarta preocupación: romper la prisión del conocimiento racional
Se dice que las Universidades son los templos de la razón. Es verdad, porque en ellas se enseña a pensar y se hace ciencia, se discuten epistemologías y se destruyen prejuicios irracionales. Sus profesiones y sus investigaciones descansan en el conocimiento, en el conocimiento racional; y el respeto a las reglas de éste es lo que les da su legitimidad.
Me pregunto si no hay, también aquí, un equívoco o una contradicción con la pretensión de la universidad de educar, porque la educación va más allá del conocimiento racional. La educación, para mí, ni empieza ni termina en los territorios de la razón. Abraza otras formas de desarrollo de nuestro espíritu; las que hoy empiezan a vislumbrar las teorías de las inteligencias múltiples y de la inteligencia emocional.
Lo mejor de la educación que yo recibí –y creo haber recibido una educación intelectualmente exigente- fue precisamente lo no-racional, la apertura a dimensiones humanas que considero esenciales: el mundo simbólico y artístico, el ámbito de lo dionisíaco, el orden de la ética que fundamenta la dignidad de nuestra especie, y el de las virtudes humanas fundamentales, sobre todo el respeto a los demás y a la vida. Me horroriza una educación que excluya la compasión, que renuncie a la búsqueda de significados o que cierre las puertas a las posibilidades de la trascendencia. (…)
Debe hacerse ciencia siguiendo sus reglas y métodos, pero sin olvidar que la verdad científica, siempre provisoria, no rebasa la validez de sus métodos. Es importante tomar conciencia de lo que sabemos pero también de lo que no sabemos, y pedir a las filosofías de la ciencia que nos precisen el alcance y el significado de ésta, a partir de la dialéctica entre lo que sabemos y lo que ignoramos. Es mala la ciencia que destruye el asombro, esa actitud presente en los grandes científicos que suelen ser modestos, alejados de la autosuficiencia, habituados a dudar y a admirar, callar y contemplar. (…)
Las Universidades debieran profundizar en la naturaleza del conocimiento científico y sus limitaciones: al conocimiento científico que busca explicaciones, hay que añadir el “conocimiento cultural” que busca significados. El primero es –podríamos decir-  “computacional”, asume que la actividad fundamental de nuestra mente es procurar información, y que ésta es finita, unívoca, codificable, precisa y sujeta a comprobación. El segundo, el cultural, acepta que nuestra mente no existiría si no fuese por la cultura, y que por tanto lo que conocemos está dado por relaciones de significado, las cuales dependen de los símbolos creados por cada comunidad cultural, empezando por el lenguaje. Por esto la mente humana tiene una naturaleza diferente de la de la computadora más perfecta; puede descubrir y descifrar significados diferentes de un mismo hecho. Su función distintiva es comprender, más allá de la función del conocimiento científico que es explicar. (…)
Fragmentos del discurso pronunciado el 22 de febrero de 2007.

martes, 18 de enero de 2011

Otra historia de una pequeña guitarra

En este blog he contado cómo llegaron a mis manos las guitarras Enrique García y José Yacopi que atesoro con muchos cuidados y cariño. Como tengo cuatro guitarras me resta aún contar dos historias más de estos instrumentos que tanto quiero y que me acompañan a lo largo de mi vida. Aquí va la tercera.
Unos meses atrás le contaba por carta a mi amigo Fernando García de Marindia, Uruguay,  que cuando yo tenía 10 años fue a visitar a mi padre en Minas, Antonio Pereira Arias (1929-2004), uno de los mayores guitarristas que dio nuestro país, alumno de Atilio Rapat y de Andrés Segovia. Un personaje extraordinario por lo sencillo y arrebatador a la vez. Entusiasta de la guitarra hablaron hasta cansarse con mi padre y preguntó si yo estudiaba también. En cinco minutos me hizo sacar la guitarrita chica que yo tenía y tocamos unas invenciones de Bach a dos guitarras. Es difícil narrar la emoción de tocar a dos guitarras con ese insigne maestro. Pero lo interesante no fue eso, sino que al sacar la guitarrita (notoriamente más chica que una normal) que me había comprado mi padre años atrás, Antonio Pereira Arias casi se muere e incontenible (lo recuerdo muy apasionado y nervioso) me la saca de las manos y nos dice: ¡Ésta era mi guitarra de niño!
Efectivamente esa guitarrita era una Pereira Velazco, es decir construida por Don Antonio Pereira Velazco, quizá el mejor luthier en el Uruguay de aquellos años y padre de Antonio.
–¡Don Cédar, esta guitarrita me la hizo mi padre cuando era niño y empezaba a estudiar! ¡No sabe cuánto la he buscado! ¿Dónde la consiguió?
Papá le contó que la había comprado en un remate de la calle Sarandí en Montevideo. Antonio, a su vez, nos contó que en una época de muy mala economía de su familia y con deudas imposibles de posponer malvendió todas las guitarras que tenía en la casa; entre ellas ésta… Sus ojos llenos de lágrimas anticipaban el ruego inevitable:
–Don Cédar, por favor véndame esta guitarra…
Antonio recorría con los ojos empañados y las manos temblorosas toda la geografía de mi pequeña guitarrita.
Querido lector, ahora póngase usted en mis zapatos (expresión mexicana muy precisa para ponernos en el lugar del otro). También fue mi guitarra de niño y yo la tenía desde hacía varios años y con ella empezó mi padre a enseñarme. Por ello seguramente entenderá que la vida puso a dos personas en las mismas circunstancias frente a un mismo instrumento.
–Don Cédar, por favor véndame esta guitarra…– insistía Antonio Pereira Arias.
El viejo me miró interrogándome apenas y dijo no muy convencido: –Mire Antonio, esa guitarra es de Cedarcito (así me decían para diferenciarme del viejo) así que pregúntele a él. Afortunadamente, en aquel momento vi en la mirada de mi padre que no tenía ganas algunas de desprenderse de aquella guitarra. Era una verdadera joya, una pieza de marquetería más allá de su sonido, construida con las mejores maderas y con un esmero fantástico digno del amor de un padre por su hijo.
Yo me crucé de brazos y dije que no la quería vender porque me gustaba mucho. Con los años reconozco mi egoísmo (y el del viejo también, eh) pero apelo a (necesito de) la comprensión (complicidad) algún lector guitarrista que puede entender lo duro que es desprenderse de su instrumento.
Antonio jugó todas las cartas posibles: –Mire Don Cédar, (empezó con el viejo) usted pone el precio que quiera y se lo pago.
El viejo esquivaba el bulto insistiendo que la cosa era conmigo sabedor de que no aflojaría mi posición. Antonio no se rendía: –¿Te gustan los trenes eléctricos? De Holanda te mando un tren bien grande, ¿si?
En aquellos años, 1961, un tren eléctrico era… ¡un tren eléctrico, caramba!
Pero no aflojé… A mis 10 años no tardaron en salir mis lágrimas porque ya era mucha la presión y solo así aflojó Antonio.
Cuando me asilé en la embajada de México en 1976, quedó la Pereira Velazco en casa de mis padres. En 1979 murió el viejo y cuando regresé en 1985 a Uruguay le pregunté a mi madre por la guitarrita y me dijo que mi padre había dispuesto que un sobrino se quedara con ella. En una nueva visita a mi madre en el 2001, recibo –25 años después– una grata e inesperada sorpresa: me devuelve la guitarrita Pereira Velazco. Mi sobrino finalmente no se interesó por el estudio de la guitarra.
Hoy me duele no haber sido generoso con tan distinguido guitarrista y los años en que no volví a ver la guitarrita me mortificaron aún más porque no hubiera estado en mejores manos que en las del maestro Antonio Pereira Arias, para quien fue construida.

lunes, 17 de enero de 2011

Mi relación con Minas

En noviembre pasado el Semanario Arequita de la ciudad de Minas (Uruguay) me realizó una amable y generosa entrevista que salió publicada íntegramente en sus páginas. Debo confesar que solamente por la intervención muy afectuosa de mi ahijado putativo, Ernesto Cesar, pudo ser posible que ese semanario perdiera el tiempo en mi persona. Pero también debo confesar que me encantó la posibilidad de dirigirme a los lectores minuanos por lo que no dudé ni tantito en responder las preguntas del referido semanario.
Las numerosas preguntas me dieron oportunidad de hablar de muchos temas entre los que destaco mi relación con Minas. Por ello me permito incluir en esta página tres preguntas del Semanario Arequita y mis respuestas a cada una de ellas.

-¿Cómo transcurrió tu vida en Minas? ¿A qué escuela concurriste? ¿La barra de amigos?
La primera casa que viví estaba muy cerca del arroyo San Francisco, en un paso que se llamaba Paso de Arrospide, cerca de la salida a la ruta 60. Luego vivimos en el barrio Olímpico en la calle España Republicana y Guernica. A los 3 años nos mudamos al querido barrio Las Delicias, en un chalet pegado a la capilla Santa Teresita en la calle Garibaldi frente a la plazoleta Barón de Río Branco.  Allí viví hasta 1971 que nos mudamos a Montevideo.
Naturalmente fui a la Escuela N° 12 del propio barrio Las Delicias y allí se forjaron las primeras relaciones de amistad con gente muy querida, Heber Terra, Gloria y Belquis Estrada, Carlitos y Alfredo Capricho, Elmer Cesar, Gabriel Di Leone y tantos más que mantengo en mi recuerdo. Quinto y sexto de primaria los hice en la Escuela 25 del “Centro”, como decíamos en el barrio. Extrañé mucho mi vieja escuela Las Delicias y nunca me sentí integrado a esa escuela del centro, aunque recuerdo con mucho cariño a un par de magníficas maestras: María Mirta y Tita Buenafama.
Hago una mención especial a esa barra de amigos de mi barrio Las Delicias porque formamos un grupo muy unido y sano de una juventud que por circunstancias muy diversas hoy no es fácil encontrar.  Además de los hermanos Capricho, los Ortega, los Estrada destaco un muy querido amigo que nos dejó hace poco tiempo: Elmer Cesar. Su integridad, su condición natural de líder, su amistad a prueba de todo, su situación de joven humilde y trabajador, fue guía de todos nosotros que teníamos algunos años menos.

-¿Cómo siguieron tus estudios? ¿Cómo te vinculaste al arte? ¿Cuánto influyó tu padre?
A los 8 años comencé a estudiar Solfeo y Teoría de la Música con Silvia Fernández Tabárez (hija del maestro de música Fernández Trías) que estaba integrada en el Conservatorio Wilhelm Kölischer. A los 9 años empecé a estudiar guitarra clásica con mi padre. Terminé el conservatorio con la maestra Nelly Compagnone de Aldrovandi, de donde recuerdo con mucho cariño a su maestra ayudante Gilda. Cinco años estudié guitarra con mi padre hasta que me mandó a estudiar con el maestro Atilio Rapat. Los sábados viajaba en el Expreso Minuano a Montevideo (Avda. Italia y Comercio) a tomar las clases de guitarra con el afamado maestro.
Mientras tanto hice secundaria y preparatorios en el Liceo Eduardo Fabini, donde recuerdo con afecto a profesores de gran valía como Granja, Beba Riccetto de Leiva, Zuleika Ibáñez, Rómulo Cosse y Milton Fornaro.
De niño iba a clases de pintura y cerámica con otro recordado maestro de origen salteño, Casimiro Motta. Un grupo de minuanos –entre ellos mi padre– habían creado un centro de actividades plásticas “Amigos del Arte” que funcionaba en una vieja casona de la calle Garibaldi muy cerca de la cañada Zamora. Allí se reunían artistas plásticos como Wilson Amaral, Julio Cajaraville, Olegario Villalba y Samuel Leiva entre otros. Recuerdo las clases de Motta mientras escuchaba música clásica del SODRE (radioemisora estatal) y los dibujos a lápiz en las paredes de Bach y Vivaldi que el espigado maestro había hecho.
Como puede apreciarse mi vinculación al arte y a la lectura estuvo totalmente influida por mi padre. Capítulo aparte merece el maestro Atilio Rapat quien tuvo una influencia importantísima en mi guitarra y en muchos otros aspectos de la vida por sus conocimientos guitarrísticos y su enorme personalidad.

-¿Has vuelto a Minas? En caso afirmativo, ¿qué sentiste? ¿Con qué Minas te encontraste?
Sí he vuelto. Cada vez que voy a Uruguay (cada año y medio, más o menos) trato de ir a Minas. Como en una especie de rito paso por la Plaza Libertad, camino por el centro, voy a mi barrio y reconozco cada rincón. Me duele no reconocer la gente. No está el Café Oriental, no veo allí a Puchet tomando café, ni al gordo Jorge Diano. Sé que algunos ya nos están entre nosotros, pero otros tampoco están en Minas, como “El Pastilla” Fornaro, o Chury, o ”El Pájaro” Di Leone o Mario Delgado Aparaín o aquellas miss liceo tan bonitas como Raquel Del Campo o Malena Ladós.
Minas es hoy para mí, una fotografía imprecisa, borrosa de aquella Minas donde viví. Recuerdo que en esas épocas, cuando volvíamos de Montevideo en la vieja Fordson del viejo, miraba la sierra a lo lejos y ya me sentía tranquilo, estábamos llegando a casa. Ahora, desde la ruta 8 veo la sierra y me siento lejos y dolorosamente ajeno. Minas está en mi alma y jamás saldrá, pero no es cierto lo que dice Gardel, de que 20 años no es nada; 20 años es muchísimo y más si son 34… Me duele Minas, es como un amor imposible. Le hablo a través de mis cuentos mal escritos en un diálogo bajito entre ella y yo. Lo curioso es que siempre me responde, me coquetea para que le siga escribiendo; pero nunca me da el sí.

martes, 11 de enero de 2011

Ante un nuevo aniversario de su muerte, cuatro breves apuntes sobre Alfredo Zitarrosa

Cuando uno escucha a Zitarrosa siente cantar a un hombre de campo: voz con acento de paisano(1), canciones camperas (milongas, estilos, cifras, chamarritas) y una indudable intención de canario(2) en el decir las cosas. Sin embargo en cualquier trazo biográfico del cantor aparece que era montevideano y que nunca vivió en el interior del país. Eso es cierto, pero Zitarrosa vivió en realidad en un medio rural, estuvo en contacto con gente de campo y mamó lo criollo(3). Es que pasó varios años en la casa de la calle Betete No. 241 del pueblo Santiago Vázquez y quien haya pasado alguna vez por ahí recordará que pese a estar en los límites del Departamento de Montevideo es aún hoy un lugar muy cercano a lo rural.
            Santiago Vázquez, también conocido como la Barra de Santa Lucía, está sobre la ruta 1 que comunica con los Departamentos de San José y Colonia. Hoy es una pequeña población que aún mantiene sus almacenes de campaña con viejos pisos de madera, estanterías mil veces pintadas y mostradores de madera pulida de tanto recostarse. Una buena parte de las casas son de techo de zinc con cielo raso de duela amachimbrada. Las calles, muy pocas pavimentadas, algunas de piedra y muchas de tierra. Paisanos a caballo todavía paran en algún viejo y oscuro boliche a tomarse una caña o una grapa. Hacia Montevideo (me refiero a la ciudad que está rodeada por el departamento del mismo nombre) hay una buena cantidad de kilómetros que atraviesan campos, viñedos, quintas y chacras. Hacia el oeste, mojando con sus aguas al pueblo, está el majestuoso río Santa Lucía y el hermoso puente de la ruta 1 que son señales de límites departamentales (ahí comienza San José).
            La calle Betete corre paralela a la calle principal del pueblo dos cuadras al norte, está empedrada y sombreada en verano por añosos paraísos. En el número 241 hoy vive una familia que recibió orgullosa al otrora Intendente de Montevideo, Arq. Mariano Arana, quien colocó una placa recordatoria en el lugar donde viviera el mayor cantante uruguayo.


Fotografía: Mónica Berlingeri
                                                                      
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            No recuerdo con precisión en qué año –quizás 1979– se organizó una presentación artística de las Jornadas de la Cultura Uruguaya en el Exilio en el Museo del Chopo de la Universidad Nacional Autónoma de México en la capital azteca. Creo que participó el poeta Saúl Ibargoyen, el grupo mexicano Víctor Jara (integrado en esa época por Eugenia León) y como cierre la participación de Zitarrosa. Metido por ahí me tocaba a mí interpretar música latinoamericana en guitarra.
            En una antesala calentábamos dedos los guitarristas cuando aparece Zitarrosa. Me sorprendió su amabilidad y el trato tan cálido que tuvo para conmigo. Inmediatamente se interesó por mi guitarra (actitud típica de todo guitarrero) alabando su buen sonido.
–¡Pero che, qué bien suena! A mí me robaron mi guitarra cuando estaba en un hotel– me comentó todavía afligido. –¡Y era una Fleta ...! ¡Nunca podré tener una igual! ¿Me dejás pulsar la tuya?
Zitarrosa tomó mi guitarra argentina Yacopi y con cierta torpeza milongueó un poco y con mucha sencillez y modestia me dijo: “¡Linda guitarra! En tus manos se luce más. Tomá, tomá. Tocá vos.”

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            No he conocido ningún cantante uruguayo que solo haya llenado el Auditorio Nacional de la Ciudad de México a excepción de Alfredo Zitarrosa. No es sencillo meter casi 9500 personas en un hermoso auditorio que es orgullo de todo un país. A lo largo de los años he visto fracasar a muchos artistas en ese intento, pero Alfredo lo lograba y no una sola vez. Tenía un vínculo tan fuerte con los mexicanos que sus promotores no dudaban en meter publicidad de sus conciertos en el propio metro(4) del Distrito Federal, donde los sectores populares utilizan este servicio tan preciado. En pocas palabras, Zitarrosa no era solamente un fenómeno de clase media ilustrada, sino un cantante verdaderamente popular. Tenía un enorme ejército de admiradores que enterados de sus giras por la provincia mexicana lo seguían para no perderse una actuación.
            Precisamente en una presentación por el interior de México el público lo seguía con toda atención y no faltaban los gritos de quienes querían oír tal o cual canción, a los que Alfredo complacía con toda deferencia. Sin embargo un mexicano gritaba “¡La deuda, Alfredo, La deuda!” y no lograba que Zitarrosa lo complaciera. El flaco, como le decían sus amigos, consultaba con sus guitarristas ante cada grito de “La deuda” de qué canción se trataba. Los músicos que le acompañaban se miraban entre ellos y no lograban acordarse de ninguna canción que hablara de esa dichosa deuda.
            El admirador mexicano no aflojaba y como veía que se iba a terminar el concierto redoblaba los gritos de “¡La deuda, Alfredo, por favor!”
            Medio fastidiado por no conocer la canción solicitada, Alfredo micrófono en mano encara al solicitante y le suelta:
–Hermano, ¿qué me estás pidiendo? yo no canto ninguna canción sobre la deuda.
–Cómo no Alfredo, esa que dice “No te olvidés del pago si te vas pa´la ciudad…”
            Estallan las risas de Zitarrosa y sus guitarristas y de una parte del público que sabía el otro significado de la palabra “pago” en el Río de la Plata; es decir el pago como lugar en el que ha nacido o está arraigada una persona.

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Fue verdaderamente terrible la muerte de Zitarrosa. Por lo temprana y por lo estúpida. Una atención médica con diagnóstico correcto y a tiempo (¿es mucho pedir?) habría mantenido con vida al cantante uruguayo.
            Una persona muy allegada a mí y que trabajaba en ese momento en una mutualista cuyo nombre mejor no acordarme, me relató que Alfredo ingresó el 17 de enero de 1989 a esa institución con molestias y dolores en el vientre. El médico de guardia se desnortea y quien sabe qué cosa diagnostica. Pero no se da cuenta que estaba ante un cuadro de infarto en la arteria mesentérica (principal vaso que irriga al paquete intestinal). Pero... “¡Caramba, usted no ha pagado su cuota mensual y debe tantos meses!” Los eficientes administrativos de la mutualista afortunadamente estaban atentos y no iban a dejar pasar tamaño pecado. Aparentemente Zitarrosa no tenía en el momento el dinero y así se sella la suerte del cantor...
            Comienza el viacrucis burocrático (léase despiadado) del sistema de salud uruguayo de aquellos años y de esa mutualista en particular.
–¿Qué hacemos? No tiene los últimos recibos pagados.
–Ah no m’hijita, así no se le puede atender. ¿Qué, vos te hacés responsable ante la Dirección?
–Bueno, después de todo tiene un dolor de barriga y nada más, ¿no?
            La falta de oxígeno que provee la sangre a través de la arteria mesentérica a los metros de intestinos no espera por trámites ni diagnósticos correctos.
            Enterado de la situación el desaparecido senador José Germán Araújo ofrece pagar las cuotas atrasadas. Pero ya era tarde. Zitarrosa muere temprana y estúpidamente ese mismo día por error médico y falta de atención oportuna.
Con él muere un tipo de cantante casi único en el Uruguay y con pocos antecedentes en el Río de la Plata. Él era ese cantante solista acompañado por dos o tres guitarras, siempre de traje y corbata, con imagen más de tanguero que de intérprete de música folklórica.
¿Se acuerda usted de algún otro cantante de este estilo que haya trascendido en el Río de la Plata? Sí, un argentino de hermosísima voz: Antonio Tormo; y una extraordinaria cantante uruguaya, oriunda de Melo: Amalia de la Vega.
           
                                                                                              Cédar Viglietti

 
(1)    El vocablo paisano es utilizado en Uruguay para designar al hombre de campo, a diferencia de México que significa compatriota o connacional.
(2)    Canario voz uruguaya para designar a la gente “de afuera”, que no es de Montevideo. Proviene de los antiguos emigrantes de las Islas Canarias que se establecieron fuera de los límites de la capital uruguaya.
(3)    Criollo en Uruguay significa nativo del país, autóctono. En México designa al hijo del extranjero nacido en el país.
(4)    Transporte colectivo subterráneo.