jueves, 30 de septiembre de 2010

El brazo

Era casi mediodía, el sol caía a plomo en ese verano caluroso y seco. El monte era un escándalo de chicharras que en desafinado coro taladraban los oídos de los monteadores. La luz del sol se iba descubriendo a cada hachazo que tumbaba una dura rama de tala, coronilla, molle, timbó o viraró. Cada tanto se oía el ruido de campana del acero de las hachas que rebotaban al no golpear correctamente esas maderas tan duras.
Julián era el monteador más veterano con apenas treinta ocho años y él sí lograba que cada golpe entrara en la madera con un ruido seco y sordo. Dos de sus cuatro gurises le ayudaban a recoger la leña y a apartar las ramas delgadas que no servían para cargar en el camión que vendría la próxima semana a llevarse ese pedazo vivo aún de monte para que en las parrilladas de Montevideo se convirtiera en cenizas.
Las ropas de Julián no podían ser más humildes: unas bombachas no muy anchas y raídas de color pardo, camisa de manga larga remangada, pañuelo atado en el cuello que cada tanto desanuda para secarse el sudor, boina parda que en algún tiempo fue negra y un par de alpargatas rancheras batarazas que luchaban por contener los dedos que se escapaban por los agujeros. Juliancito, el mayor de los varones con apenas diez años, tenía puesta una vieja camiseta de Peñarol, unos pantaloncitos vaqueros muy gastados y zapatos de plástico sin cordones. Su hermano José de siete años tenía una camisita roja, un short azul y unas zapatillas grandes de suela de hule que evidentemente eran de algunas de las hermanas y que él había heredado.
El trabajo era agobiador por el esfuerzo y el calor. Julián esperaba terminar antes de las cinco de la tarde para caminar unas dos leguas hasta su rancho y después de unos mates carpir la quinta de su propiedad. Quinta que trabajó su abuelo y que ahora su padre casi no podía atender por los serios problemas de columna que le dejó la doma de caballos. Cuando nació Pompeya, su hija mayor, hoy con quince años, Julián lamentó que no fuera un varón para que le ayudara en las tareas del campo, pero la gurisa era buena para lavar ropa en el arroyo, acarrear agua, cuidar a sus hermanos y atender a los animales de la casa. A los dos años nació Teresa, también guapa para ayudar en lo que se ofreciera, pero mujer para la mala suerte de Julián que no veía venir un varón. Cuando nació Juliancito aquello fue una fiesta. “Por fin alguien que aprendería a domar caballos...” decía el abuelo, “...y a trabajar la quinta...” agregaba Julián que más práctico pensaba en un par de brazos fuertes para hacer producir la tierra.
Juliancito se crió en medio de muchas privaciones tan comunes entre la gente de campo pero también rico en conocimientos de la naturaleza. Ahora que estaba de vacaciones ayudaba al padre y en los ratos libres se dedicaba a sus aficiones favoritas: pescar y cazar. Su hermano José ya lo acompañaba a mojarrear o a tirarles piedras a los pájaros. Por la noche le encantaba ir con su padre a pescar a la laguna. Se ofrecía inmediatamente a prender el fogón para matear o para asar a las brasas algún pedazo de capón que de vez en cuando aparecía en la casa y así esperaban el pique de alguna tararira.
El ruido de las hachas seguía implacable sobre el duro monte y sólo se detenía cuando alguno de los hombres ofrecía un tabaco y entonces todos hacían un alto para armar un cigarrito. De mano en mano corría la tabaquera de goma y el papel para armar JOB que retenía las hebras oscuras del tabaco “Cerrito”. Aquellas manos duras y toscas parecían delicadas al momento de liar los cigarros que eran una magra recompensa ante tanto trabajo. Los hombres comentaban sobre los soldados que muy cerca de allí hacían maniobras militares y estaban sorprendidos de los disparos que el día de ayer alteraron los habituales ruidos del monte criollo.
–¡Julián!
–¿Qué, papá?
–Prendé el fuego y poné agua a calentar pa´ unos mates.
Rápido el niño se puso a juntar charamuscas para encender el fuego mientras mandaba a su hermano José que fuera con la lata a buscar agua al arroyo que allí cerquita serpenteaba entre piedras. Con sorprendente habilidad Juliancito empezó a soplar la llamita que en un momento abarcó todo el conjunto de ramas delgadas que empezaron a crepitar mientras arrimaba la lata renegrida de tantos fogones.
Juliancito buscaba unas ramas más gruesas para asegurar el fuego cuando mete la mano entre los yuyos para agarrar un palo y siente que dos agujas se le clavan como un disparo. Dio un salto para atrás y pegó un alarido de dolor y susto. El grito desgarró el ruido de las chicharras y de los pájaros. Fue un momento de parálisis de todos los hombres que miraron alarmados hacia el niño que se agarraba la mano. Julián agarró su hacha y corrió donde su hijo.
–¡Papá, papá, me picó una víbora!
–¡¿Dónde está m´hijo?! ¡¿Dónde está?!
Por la cabeza de Julián pasó la imagen de una víbora de la cruz, abundantes por allí y comenzó a buscarla entre los pastos. Rápidamente la encontró pero no era una crucera... ¡era una coral! Sin dudar un instante con el hacha partió en dos a la pequeña serpiente y corrió donde lloraba el niño. Julián sabía perfectamente lo que era una picadura de coral, sabía por oír a su padre que había visto morir a gente fuerte por una simple picadura de una víbora pequeñita pero terrible. Julián sabía que contra ese veneno no había ningún antídoto.
–¡Venga pa´acá gurí!– el niño lloraba más de asustado que de dolor y dócilmente se dejó tomar por su padre. Julián como un rayó arrimó a su hijo a un tala y le preguntó:
–¿Dónde te picó m´hijito?
–Acá papá– dos puntitos de sangre señalaban la mano derecha del niño.
Ese rudo monteador de piel bronceada por tanto trabajo al sol, que a duras penas sabía leer y escribir, que cuando iba a la ciudad parecía incapaz de tomar una decisión por su enorme timidez fuera de su ambiente, tomó el bracito de su hijo y poniéndolo encima del tronco del tala descargó implacable un golpe de su hacha a la altura del codo.
Un incipiente grito del niño se ahogó en un profundo desmayo.
–¡¿Qué hiciste Julián?!– Preguntó totalmente fuera de sí uno de los jóvenes monteadores que vio caer el bracito entre los pastos.
–¡Era una coral, carajo! ¡Traéme rápido algún trapo!
Veloces los hombres se sacaron las camisas sudadas para alcanzárselas a Julián que empapada su frente se apuraba en contener los delgados pero potentes chorros de sangre que salían del muñón.
–¡Hay que atarle el bracito!– Gritó un monteador que se sacaba el pañuelo con el cual hicieron un improvisado torniquete con un pedazo de rama.
–¡Hay que llevarlo con un doctor, Julián!
–¡Vamos con los milicos que están ahí cerquita! Ellos tienen en qué llevarlo rápido.– Propuso otro monteador.
Las chicharras despiadadas acuchillaban con su escándalo a aquella desesperada comitiva que corría por el campo llevando un bulto pálido, ensangrentado, inerme y chiquito. A Julián les sostenían sus tropiezos los brazos fuertes de sus compañeros porque sus lágrimas brotaban incontenibles y no le permitían ver claramente el camino; pero apretaba con inmensa angustia el cuerpecito del niño contra su pecho para transmitirle esa vida que por el bracito se escapaba...

Cédar Viglietti
Diciembre de 1999
Nota: a partir de 1967 se logró producir el antídoto para el veneno de esta serpiente.

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